LA MISERICORDIA



“…su canto al sol dispara/despierta al soñoliento/y al que pecó lo encara/con el fulgor de la verdad.” Esto es de un himno de la Liturgia y me ha venido al considerar que lo que voy a decir es como el canto que dispara la honda de David para matar a Goliat.
Acabo de llegar de la Catedral Primada adonde me ha llevado la apertura del Año de la Misericordia. Procesionamos una multitud de cristianos cantando himnos y salmos hasta entrar por la Puerta del Perdón. Iba con nosotros la imagen del Cristo de la Vega. Fui mucho rato a su lado, mirándole y rezándole. Me fijé en sus pies y en su mano, clavados al madero, y en esa otra, larga y tendida hacia nosotros. Me concedió ese Cristo, Hombre y Dios, vivo y verdadero, meditar un rato en su misterio: Coronado de espinas, la cabeza inclinada ante el verdugo con la más profunda humildad, destilando Amor por sus heridas; y para colmo, si además de muerto y vivo para siempre, con tal de que uno se lo crea, por si lo que muestra La Cruz no fuera lo bastante explícito, este Cristo dejaba bien claro que era capaz de desclavarse un brazo y tendérselo al alma necesitada de su ayuda. Ese hombre, de tan cruel manera muerto para proclamar el triunfo soberano del amor en medio de este mundo en tinieblas, era Dios mismo. Nadie puede sufrir ni haber sufrido más que Él y por eso todos hemos sido redimidos en la Cruz y de Ella está naciendo siempre la Vida, el perdón, la hermosura, la bondad, la esperanza, la alegría, la amistad, la luz, la verdad, la felicidad sin sombra y sin fin.
Me llevé una sorpresa al encontrarme con tantísimas personas en aquel acto y una gran alegría al poder disfrutar con ellas de un clima de oración, adoración y recogimiento. Interiormente tenía la sensación de que algo especial estaba ocurriendo. Y puede que fuera lo mismo que Jesús suscitaba entre las gentes de su época: La multitud, habiendo oído hablar de Él, salía a su encuentro, sedienta, buscando sin saber muy bien qué y recibía una paz en el corazón que poco a poco iba transformando sus vidas.
Yo sentía entre el gentío que aquel era mi pueblo, España; un pueblo que ha oído hablar de Jesús y le busca y está dispuesto a andar precariamente por duros caminos para encontrarse con Él. Sí, desde luego, un pueblo esforzado, y sufriente.
Y al ver esas caras que tan bien conozco desde mi lejana infancia, se avivó aún más en mí el dolor por la tremenda injusticia que a diario contemplo.
No quiero en modo alguno inquietar a nadie con esta reflexión mía sino, al contrario, poner de mi parte lo que pueda para evitar que ese mal prospere.
¿Qué despropósito es ése de que algunos se despachen a sus anchas ofreciendo a este pueblo futuros podridos como única alternativa y que piensen que lo pueden hacer impunemente?
¿Quién se atreve a pensar que no haya en España una mayoría que crea que se puede construir un futuro sin matar a los niños en el vientre de su madre o a los viejecitos en cuanto se cojan un catarro? ¡Por Dios! Que si los cristianos no decimos esto a voces lo gritarán las piedras.
¿Murió Cristo, todo un Dios, no hecho de oro ni de plata sino de puro amor por nosotros, para que vayamos convencidos a las urnas de que ese proyecto macabro de futuro sea inevitable? En verdad que no. Pero hay que dejar ya de buscar la vida en los aljibes agrietados de nuestra pobre ciencia y zambullirse con confianza plena en las fuentes de la Misericordia, las que manan sin cesar del corazón humano de Dios, que se ha dejado traspasar para que no nos dé miedo entrar a formar parte de su vida divina.
Tal vez se necesite que algunos héroes anónimos mueran por decir esto a los cuatro vientos; pero de ser así vendrían también desde los cuatro vientos, antes de que se murieran, cientos de legiones de ángeles para ayudarles a bien morir y acto seguido escoltarles con honores al cielo. Y después de todo ¿qué puede importar el trance de la muerte si al morir entramos en la vida plenamente feliz y eterna?
Las riadas de personas que han salido a las calles a oír hablar de la Misericordia volverían saciadas a sus casas si contemplaran en su corazón que hay algo de mucho más valor que el cuerpo mortal en que vivimos; que por la molicie de ese cuerpo que tanto amamos obtenemos una vida interminable y sin dolor, para amar y ser amados; y que abrazar la Cruz de cada día es entrar en intimidad de esposos con Cristo, que está VIVO, y recibir de Él un amor tan intenso y tan dulce que en cuanto el alma lo prueba descansa por fin.
Un cordial saludo.

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