TANTO QUE AGRADECER



¡TENGO SED!

No me es nada fácil transmitir algo de todos los sentimientos y vivencias que parecen empujar fuertemente desde dentro, queriendo salir. Y es que, Señor, son tantísimas las cosas que tengo que agradecerte…
Igual que una niña, quisiera caminar de nuevo, de la mano de María, por este recorrido ya hecho y abrir de par en par mi corazón. Buscarte aún más, mi buen Amigo, y, hablando contigo como en tantas otras ocasiones, pedirte que quienes lean estas palabras mías puedan experimentar un poquito de lo que Tú ya me regalaste, de forma tan inmerecida.
Es más que maravillosos encontrar tu presencia aquí, en nuestro mundo, donde muchos dicen que no estás y los más ciegos afirman que ni siquiera existes. Sin embargo, resulta una experiencia aún mayor, si cabe, comprobar que a miles de kilómetros de distancia, donde uno no llega a imaginar, estás también, presente y cercano, tan, tan real que casi se te puede tocar. Lo malo es que nos movemos tan cerrados en nuestro pequeño círculo que, sin darnos cuenta acabamos hasta nublando la mirada, sin ser capaces de ver mucho más allá y el egoísmo nos va asfixiando poco a poco.
De este modo transcurría también mi vida, entre bajadas –a tocar fondo- y subidas, a menudo ilusas: todas estas luchas agotadoras entremezcladas con el poso bueno que dejan los deseos que sí te buscan y que, la mayoría de las veces, nadie llega a saber. Pero…, cómo escuchas todo, Señor, ni el más mínimo detalle se te escapa…
Hacía mucho tiempo que, en mis ilusiones de adolescencia, soñaba con viajar a sitios que me llamaban la atención y entre ellos, India, con ese velo de magia oriental, me parecía un lugar de ensueño al que yo jamás conseguiría llegar. Con los pasos ya andados en mi juventud, y en momentos teñidos de tu incansable búsqueda, el halo de lo exótico dejó su hueco a tu apremiante necesidad: de tal manera me eras ya imprescindible.
Estando así mi alma, todas las informaciones que me llegaban de esta mujer excepcional, presencia viva tuya, la Madre Teresa, me iban llenando de una admiración inmensa. Un alma como la mía, que se sabía creada para la santidad y constataba, una y otra vez, su pobreza infinita, no podía sino esperar aprender de alguien tan especial como ella. Por eso sus libros me llegaban a lo más hondo, hablándome de un amor que, de puro real, yo misma ansiaba vivir.
Y en medio de lo cotidiano, de mis idas y venidas llenas de rutina, esta hermosa palabra de “Amor”, golpeaba mi corazón igual que el mar chocando contra el muelle, sin impacientarse jamás. Ahora sé que aquel mensaje, como el del amigo importuno, era tu voz suave y firme que, envuelta en misericordia, sueña con acercarnos más a Ti, porque sufres al vernos caídos en nuestra nada y ansiosos de una felicidad que sólo Tú puedes dar.
Así, de manera “casual”, un sacerdote me sugirió la posibilidad de hacer una experiencia en Calcuta, donde muchos jóvenes pasan parte de sus vacaciones colaborando con el grupo de voluntarios que ayudan a las Misioneras de la Caridad. Casi no dormí la noche en que comprobé que esta aparente locura era posible y, sin duda, cabía como alternativa dentro de los caminos que Tú ibas trazando en mi vida.
Llena de ilusión, embarqué en mi proyecto a mi hermana Ana y, sin decir todavía nada en casa, nos lanzamos a los preparativos. El toque de humor, como siempre, está escondido en el doble sentido que encierra la palabra “gracia”, y, sin menoscabar lo que abundantemente recibimos, la “diversión” comenzó en seguida. Ya sé, Señor: todo lo tuyo va siempre sazonado de muchas pegas y problemillas; tal vez por eso el día señalado, los billetes de avión no llegaron a tiempo. Esto supuso volar una semana después y fue para mí una prueba de fe en tus designios y una toma de pulso a mi paciencia. A pesar de los percances y a sabiendas del juicio negativo de los mayores, que nos consideraban inconscientes y un poco fuera de la realidad, nos pusimos en el aire, seguras de experimentar una oportunidad única para nuestras vidas. Hoy, sin la menor duda, puedo decir que así ha sido para mí.
Sólo poner un pie en Calcuta supuso una enorme ruptura de esquemas, cuánto más viniendo de una escala en Frankfurt que nos permitió pasar allí casi una jornada de turismo. Todo lo que pueda decir sobre el contraste de dos grandes ciudades de un mismo planeta está de más, ¿verdad? En mi cabeza las impresiones bullían como en un hervidero: mi pequeña capacidad de asumir una realidad tal estaba más que superada.
Calcuta, bañada por el calor asfixiante de la humedad continua del monzón, se me apareció como un inmenso caos, repleto de pobreza, donde mi sentido de congruencia occidental no encontraba referentes lógicos. Por eso me resultaba difícil conciliar el sueño, ante la cantidad de estímulos nuevos a los que no sabía cómo dar respuesta. Además, me costaba muchísimo moverme por las calles llenas de ruido y gentes que se sitúan en cualquier esquina por carecer de un lugar más digno para vivir. En el fondo, hubiera querido barrer del todo esta pobreza, y no por caridad precisamente, sino porque mis ojos no soportaban ver tal situación. Era lo más incómodo que yo había vivido hasta entonces y todo gritaba fuerte contra mi vida y mi forma de estar con ella, que llegaba a aturdirme. No encontraba manera de justificar todas mis conductas, tan corrompidas del egoísmo más fino y carentes de la mirada de solidaridad de la que tanto alardeamos. Me vi tal cual era: la niña “pija” que viene de un país rico y ni valora ni sabe agradecer nada.
Descubrir nuestra verdad nos aterra, y esto es lógico; ¿cómo puede uno por sí solo asumirse así, con tantas miserias, siempre adosadas a nuestros comportamientos? Yo no soy nada, pero sí puedo decir, sin temor a equivocarme, que solamente sintiéndonos amados somos capaces de empezar a aceptarnos como realmente somos y así comenzar a construir algo que verdaderamente dé valor a nuestra vida. En Ti, mi Dios y Señor, en la experiencia cálida y acogedora de un amor sin límites que lo supera todo y lo perdona todo, está la fuente única de nuestra vida. Vida que lleva el germen de esa buscada aceptación de nosotros, de nuestras circunstancias, del mundo que nos rodea.
Así, con toda esta inquietud interior, necesitaba pasar largos ratos de oración en la sencillísima capilla que las misioneras tienen en la que denominan la Casa Madre de la orden. Allí, donde tantas veces me sentaba al lado de la Madre Teresa, como si pudiera pegárseme algo de ella, me taladraba más y más la corta frase colocada junto al Crucificado: “tengo sed”. Con aquel calor insoportable y los goterones de sudor resbalando por mis sienes, la frase resonaba en lo profundo de mi alma como si se tratara de una llamada particular, dirigida a mí. Y, sí, eso era lo que Tú me decías en realidad.
Mendigabas mi amor, como si yo fuera alguien importante, digno, requerido para amar y ser amado. Lo mendigabas así, colgado en un madero, en un silencio que grita, asumiendo en tu propio cuerpo lo más indeseable de la condición humana y de todas sus consecuencias. En un lugar tan lejano  a mis circunstancias habituales, donde el sufrimiento de tantos se mostraba como la prueba del fracaso de una humanidad en continuo conflicto, he podido escuchar, más claramente que nunca, el más bello mensaje de Amor que nunca pensé sentir. Tu propio Corazón, vivo y palpitante, llamaba al mío ofreciéndome la única respuesta que yo, sin parar, pedía. Pero ésta, como todo lo que viene de tu mano, era más profunda y total de lo que yo hubiera sido capaz de concebir. Lo sé, Señor, “tus caminos no son nuestros caminos”…
Todas las mañanas mi día comenzaba con la Eucaristía, siempre pegadita a la Madre Teresa y rodeada de un montón de novicias que parecían tocar el cielo. Después, increíblemente, estas mujeres seguían tocando cachitos de cielo en cada uno de los enfermos de los que se iban ocupando. Eran, ante mis ojos, como “hormiguitas blancas”, siempre hacendosas y repletas de alegría. Me di cuenta de que en realidad se trataba de ángeles, repartiendo consuelo en medio de un mundo que roza la desesperación. Entonces mi asombro se transformó en fe: o estaban locas o es que realmente Jesucristo estaba vivo en medio de ellas.
Sin duda, tengo que reconocer que en Calcuta te vi, Señor. Sí, Tú estabas allí: negarlo sería negar la verdad más profunda de mi existencia.
Ahora, ya aquí de nuevo, quisiera hacer vida lo que aquellas mujeres me mostraron tan crudamente. Mi España también agoniza sin Ti. La queja y la desazón lo envuelven todo. ¿Dónde está la esperanza de tantos que malviven sin esperar nada?
De la misma manera que ellas, quisiera yo trabajar incansablemente, hasta agotar mis fuerzas. Terminar mis trabajos en ese día feliz en el que Tú, en persona, vendrás a buscarme. Yo, tirada en el camino, sonreiré mostrándote mis torpes manos y me dejaré abrazar por Ti. Ese es el abrazo perpetuo que tanto anhelo…Sí, mi buen Amigo, ahora ya sé que solamente Tú eres mi gran deseo y no me queda, mientras tanto, nada más que decir, excepto una sencilla palabra que lo resume todo: ¡GRACIAS!
                                                                                                               
                                                                                                                      Almudena Cantos Melián

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