LOS MOTIVOS DEL COOPERANTE (y V)

Víctor confesándose
La lentitud con que transcurría el día a día en esas condiciones era tan contraria a su natural inquietud y dinamismo que le crispaba los nervios, y de rebote le azoraba muchísimo su temor a perder el control.
Observar a los niños, en el patético estado en que se hallaban, y verlos igual un día sí y otro también, le machacaba interiormente. Y en la medida en que podía, evitaba transitar por las zonas de los enfermos. Para justificarse recurría a su gran habilidad para las cuestiones técnicas y desviaba sus funciones a resolver problemas de mantenimiento que, en principio, no le habían sido encomendadas.
En una de estas ocasiones acudió a la cocina para revisar un acumulador térmico cuya función off no respondía. Eran las dos de la tarde y las mujeres en el office estaban recogiendo después de haber servido las comidas. Entre ellas estaba Massá.
Comoquiera que Jadúr no le había sabido dar ninguna información sobre ella, había “archivado el caso” en su memoria. Y al reencontrarla ahora de modo tan inesperado, se apoderó de él una gran inquietud. Se le aceleró el pulso y comenzó a sudar copiosamente. 
Ella le miró fijo a los ojos, con una mirada limpia y profunda como el agua de los lagos de Éboli y le saludó con una sonrisa amplia y serena, como el mar de África. Al no poder comunicarse verbalmente y para sacudirse el embarazo, Víctor echó una ojeada rápida al problema del intercambiador térmico y como un niño asustado desapareció enseguida.
En plena tarde de la canícula se sentía morir. Tumbado en su cama, justo debajo del ventilador, la habitación entera parecía girar con las aspas. No encontraba reposo de ninguna manera. Y el mundo le parecía un lugar inhóspito por demás.
Massá, que había calado el estado interior de Víctor, acudió pronto a su cuarto. En cuanto éste abrió la puerta y la vio, tan cercana y natural, su profundo abatimiento cedió y empezó a sentir un alivio inexplicable.
De todos modos, ante aquella presencia, los dolorosos recuerdos de su relación con la joven africana se agolparon inmediatamente en su memoria. Después de haberla conocido, durante bastante tiempo se había obsesionado con ella, y había sufrido mucho, pero había llegado a un punto en que le parecía haber encontrado el sitio para aquella pieza tan difícil de su vida.
Él había personificado en la jovencísima africana huérfana, tan agradecida por poder comer, todas las injusticias que el mundo opulento ejercía sobre los pobres y, en su modo particular de entender la vida, había querido consolarla de tanta afrenta y darle a cambio un raudal de ternura. Para su sorpresa, le sobrevino después una gran desazón. Con el tiempo, volviendo en sí, llegó a comprender los verdaderos motivos de aquella turbación.
Claro que había sido sincero con ella. Claro que la había querido como se quiere a una hermana. Y claro que ansiaba compensarla de tanto sufrimiento. Pero también era cierto que él necesitaba ser consolado en medio de aquel pozo de dolor. Que sus contradicciones le hacían sentirse el hombre más desgraciado, solo y desvalido del mundo. Y que sin darse cuenta ansiaba encontrar en ella una respuesta al rompecabezas irresoluble de su existencia.
Ya en Europa, la dureza contumaz de la vida le resituó en la evidencia de que la solución a los males del mundo no podía estar en el goce efímero de unos dulces sentimientos. Ni tampoco en la ilusión de estar construyendo un mundo ideal con poco más que buenas intenciones.
Él, que no estaba casado, había sin embargo contraído una responsabilidad al haber engendrado una prole. Eso sí era real. Esas vidas, que tantas veces le habían hecho renegar de una cosa y de otra, eran el ancla que lo mantenía seguro, que lo prevenía de andar a la deriva. Él había renunciado a “encadenarse” a una mujer. Pero esa mujer le había dado de todas formas esa cadena, ese ancla que nos frena pero también nos asegura.
Este fugaz pero esclarecedor repaso de sus recuerdos, le hizo recobrar la quietud y el seso, y ya más tranquilo y dueño de sí, Víctor invitó a sentarse a Massá y le ofreció una taza de té. Ella insistió en bajar personalmente a la cocina a buscarla. Y así lo hizo.
Cuando regresó venía acompañada de Bankimôu. Víctor quedó sobrecogido al verlo, y pasaba la vista de la madre al hijo, perplejo, una y otra vez. La distendida y amplia sonrisa de Massá le fue devolviendo la calma y por fin se sentaron. Víctor sacó de una pequeña nevera unas chocolatinas, ajeno por completo al efecto que inmediatamente iban a causar en el niño, haciendo mudar su gesto expectante en el rostro mismo de la amistad y la alegría.
¡Qué cosa! Había bastado una golosina para que Bankimôu se distendiera y para barrer al mismo tiempo las dudas y temores que habían nublado de nuevo el corazón de Víctor.
Bromearon los tres un buen rato, durante el cual se detuvo el tiempo con todos sus dramas y preocupaciones. Un té, unos chocolates y tres corazones abiertos, habían conseguido hacer realidad lo que momentos antes parecía que no existía en el mundo.
En esto consistía la “magia” de África y esto justamente es lo que le llevaba de ventaja a la 'gran civilización occidental'. Y es también lo que van buscando sin saberlo la legión de personas que entregan su vida por un tiempo para “ayudar a los pobres” del continente negro.
Víctor recibió en aquel encuentro mucho más de lo que él había entregado. No sólo había completado una página importante de su vida sin terminar, sino que estaba a punto de desenmarañar la madeja entera de su historia personal. Estaba a puntito de dar con el hilo conductor de su afanosa existencia.
Acontecimientos inesperados le obligaron a anticipar la fecha del regreso. Pero antes, en uno de los descansos periódicos que la organización imponía, aprovechó para visitar a su madre en España.
Encontrarse con sus parientes siempre le resultaba agradable. Del mismo modo que en un lejano pasado había sentido la necesidad de irse de su tierra, ahora sentía la necesidad de volver. Y este sentimiento era cada vez más fuerte.
En este breve encuentro, de apenas unos días, aprovechó como siempre para compartir unos momentos con sus primos y sus familias respectivas. Naturalmente, todos se alegraban de verle y querían saber cosas de África. Uno de ellos se interesó por el tema de la adopción y él se ofreció para obtener esa información.
En el vuelo de regreso a África, repasó en su mente las conversaciones y experiencias vividas en su tierra. Recordó la pregunta sobre la adopción que su primo más joven le había hecho y el extraño efecto que le había causado el oírla, una extraña mezcla de sorpresa y admiración.
En medio de estas meditaciones se vio súbitamente agitado por un fuerte deseo. En cuestión de segundos su corazón quedó a merced de un oleaje de emociones, suspenso entre las aguas vivas de una gran ilusión y las aguas salobres y oscuras de sus viejos temores: sacar a Bankimôu de aquel agujero sórdido del mundo se le antojó el proyecto más maravilloso que jamás hubiera podido concebir.
En un instante su mundo se iluminó. Dudando de que tanta felicidad fuera posible, intentó aquilatarla con el frío acero de su disciplinada razón. Y fue en vano; ningún pensamiento conseguía ensombrecer aquella nueva luz, desconcertante y desconocida hasta entonces. Aún fue más allá y probó a dejar salir sus más secretas inquietudes, pero se maravilló de ver cómo se diluían una tras otra, como si su vida obedeciera a una matemática perfecta cuyas leyes estuvieran a su alcance.
Cayó entonces en la cuenta de que paradójicamente había ido al sur buscando sin saberlo el norte. Y no salía de su asombro ante la constatación de su buena fortuna.
Pronto iba a regresar a Bélgica y lo iba a hacer como los antiguos exploradores, que un día lo habían dejado todo y habían partido por el altísimo valor incierto de lo que esperaban encontrar. Estallando su pecho de gozo, reaparecería Víctor laureado portando el mayor tesoro que se hubiera podido imaginar. Su corazón cansado se remontaba como un gavilán imaginando el momento de ofrecer a su dama el tan preciado trofeo y ardía en deseos de amor a los suyos y al mundo entero.
Su estrecho “eurohogar” – que pagaba impuestos por metros lineales de fachada—se iba a “ensanchar” milagrosamente para acoger a una descomunal familia. Toda África iba a venir a vivir a su casa, en el corazón de Europa.
Víctor – sarmiento desgajado— había vuelto a ser injertado en el viejo tronco trayendo consigo un renuevo cargado de savia joven. Y esto era sólo el principio. El principio de una primavera para el mundo.
La era germinal que todos en el fondo ansiamos vivir estaba a punto de eclosionar para él, inundando con tiernos y fragantes brotes sus paisajes desolados; brotes preñados de esperanza.
A los Víctores del mundo les debemos mucho por haber secundado la llamada de la sangre inocente que grita desde el fondo de la tierra. Por no haberse negado a escuchar la inquietante canción que repite sin descanso el juglar de la triste figura:
“La era está pariendo un corazón, / no puede más, / se muere de dolor.
Y hay que acudir corriendo, / pues se cae / el porvenir.
En cualquier selva del mundo, / en cualquier casa.”
                                                                            FIN


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