UNA GOTA EN EL OCÉANO

El mar Cantábrico en Asturias

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Este vídeo es producto del amoroso azar y tiene una hermosa historia. Sucede a veces en el mar Cantábrico en verano, que la naturaleza se toma un descanso: "Bandera roja". Con la ilusión por darnos un chapuzón que llevábamos, tuvimos que conformarnos con dar un paseo por la arena. Estaba subiendo la marea y en algunos tramos ya chocaba el agua contra el muro. En esa época, a mediados de agosto, suceden las mareas más grandes del año; en seis horas, el agua puede retirarse hasta 100 m de la costa y en las seis siguientes volver a ocuparlos. Cuando baja se hacen campeonatos simultáneos de fútbol en playas como la de Gijón, y da gusto verlo. Aquella tarde soleada nos sorprendió con un mar muy agitado. Las tres niñas empezaron a correr y viéndolas tan lindas con sus falditas rosas me fui tras ellas cámara en mano. Filmaba y paraba; corría un poco arrimado al muro y a saltitos para no mojarme los pantalones; y vigilaba a las peques. En mi cabeza se hizo presente la impresión que me había causado el último invierno la noticia de que el mar había arrebatado a un pequeño de los brazos de su abuelo. ¡Qué dolor! por eso yo no dejaba de vigilar los movimientos de mis niñas; que el mar puede hacer lo que quiera cuando se enfurece. Al poco de empezar a grabar este corto sucedió que Teresa, distraídamente, perdió una de sus sandalias, que llevaba en la mano. Y ahí me desentendí de la grabación. Grité para que la cogiera pero al mismo tiempo tuve ya que empezar a avisarla del peligro de ir tras ella. Todo fue muy rápido y tenso, porque realmente existía un peligro que mi hija no podía conocer; las olas no son iguales y la que viene puede ser mucho mayor que la anterior. Con el nerviosismo, la niña empezó a llorar y con sus primas consolándola se fue alejando del mar. Me quedé solo; no lejos de la única familia que, aunque con ropa de calle, aun permanecía en la arena, contemplando el espectáculo de la espuma y el rumor de las olas. Eran las únicas personas en cientos de metros, ya bañados casi todos por las olas. Yo me resistía a quedarme así, con aquella "pérdida"; sabía que Dios me escucha siempre y que si le pedía con fe el zapato me lo devolvería. Tenía una experiencia singular de algo parecido. Un verano de hacía unos quince años, a mi sobrino mayor le quitó el mar un muñeco que le gustaba mucho. Había bandera amarilla y chapoteaba por donde le cubría unos 60 cm. Como ahora, al verle triste me puse a buscarlo, rezando al mismo tiempo. Me fui caminando por el agua movido por el espíritu, y como a unos cien metros de distancia del lugar de la pérdida, vi el muñeco entre dos aguas, juguete de las olas. Se me da bien buscar, me enseñó mi padre, y he encontrado muchas cosas, por no decir todas menos las que no tenía que encontrar. Iba yo con estas cavilaciones y mi soledad caminando por la orilla y con la misma actitud pedigüeña de aquella lejana ocasión, oteando intensamente las aguas pero recibiendo a cambio con la misma intensidad la impresión de que esta vez el asunto era bastante más difícil; ni siquiera podía adentrarme en el mar para buscar mejor. Aún así, no dejaba de hablar con Dios, con confianza, recordándole el amor que nos une y pidiéndole aquel favorcito por medio de San Antonio, que es mi intercesor infalible para estos menesteres. Me alejé, igual que la otra vez, la distancia de un estadio de fútbol del punto donde el mar le había cogido a mi hija su sandalia; del lugar también que ocupaban aquellos únicos veraneantes que quedaban. Ya mi mujer y los demás del grupo me estarían echando de menos y yo ya me empezaba a encontrar extraño en aquella dedicación. Así que le dije al Señor: Mira, ya no me molesto más; porque después de todo, sé muy bien que si tú quieres tienes recursos para devolvérmela como y cuando quieras, así que lo dejo en tus manos. En esta plática me venía yo desandando el camino que me había llevado en sentido contrario al resto, con quienes ya estaban las niñas, arriba, en el paseo. Los iba buscando con la mirada y los divisé por fin entre los paseantes; mi mujer, inclinada sobre la barandilla, hablaba con alguien que estaba en la arena. Llegué a su altura. Con gran alborozo de mi alma me enteré de que al poco de irme 'de pesca', una ola más larga que el resto había depositado a los mismos pies de aquella familia la sandalia, lo cual era impensable con lo revuelto que estaba el mar. Finalmente, no sé cómo, también mi familia se enteró del asombroso suceso y todo se arregló sin mi intervención. ¡Qué grande eres, Señor! Y de éstas, tengo muchas, tantas, que se me van olvidando. De verdad, no hay vida como la de la persona de fe. Un cordial saludo.

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