INNOVACIÓN EDUCATIVA I



 
Todos hemos nacido para crear

En atención a la gran necesidad de aclarar el panorama educativo hoy y en vista de la dificultad de hacer oír la voz de los propios docentes en el foro donde se decidirá el futuro de muchos jóvenes españoles, he decidido hacer entrega a los seguidores de Fíate del libro que publiqué en 2012 sobre el tema de la Innovación Educativa. Espero que redunde en un bien para todos.





                      (Este libro va dedicado) 


                A mis padres, mis primeros maestros




















           





















































    


Esta es una humilde aportación al debate siempre abierto sobre el mejor modo de educar. El contenido de este libro es una síntesis de la teoría y la práctica que han conformado mi carrera docente.

De las virtudes de esta obra creo que habría que destacar su originalidad y su carácter práctico. En este sentido tiene el valor de una primicia, por cuanto a las consideraciones teóricas se acompañan los resultados de su aplicación concreta. Las experiencias narradas están a la altura de la novedad del planteamiento, y creo que tienen mucho interés. El carácter poco convencional de la obra es, en mi modesta opinión, más un mérito que un defecto. Por último, como también he intentado hacer que la lectura sea agradable,  creo que vale la pena adentrarse en ella.

En la misma línea de novedad, la publicación de este texto ha sido totalmente “casual”. No di un solo paso para buscarla, sino que “llamaron a mi puerta” para ofrecérmela. Naturalmente, yo soy el responsable de todas las imperfecciones de la edición, en cuanto a forma y fondo, por lo que pido disculpas al lector.

El tema que trato es el de siempre en educación, ¿qué conviene hacer? Lo oportuno del momento en que ve la luz tampoco responde a una intencionalidad, aunque no cabe duda de que en el contexto de la crisis actual nos interesa sobremanera acertar con “el quid del éxito”, y esto podría ser un acicate para atraer a más lectores.

A modo de confidencia diré que,  habiendo yo conocido personalmente el fracaso, abordo el tema también desde la experiencia, y no de un modo únicamente especulativo. En relación con esto, puede sorprender el estilo de la obra, en la que se entremezclan –espero que de manera armónica—discursos teóricos con relatos vivenciales, e incluso con expresiones poéticas de contenido argumental. Estas licencias narrativas responden tanto a esa vena biográfica que recorre el texto como a la correspondencia que se supone existe entre los principios pedagógicos que postulo y la vivencia de los mismos que sería de esperar en el propio autor. A propósito de esto, cabe anticipar que “confianza-libertad-creatividad”, forman un tándem inseparable en mi modo de entender una educación para el éxito.

Me gustaría que este libro se leyese con la expectativa de encontrar un camino nuevo para los problemas nuevos que estamos afrontando. Asimismo espero que por estar lejos, tal como he dicho, de ser un tratado erudito sobre educación, se sepa usar de indulgencia con sus puntos flacos y se disponga el lector a sopesar despacio, con apertura de mente y con valentía, la propuesta de renovación del “más  que trillado” panorama educativo europeo que presento en estas páginas.

Quisiera aprovechar también la ocasión para rendir un homenaje a los educadores que nos han precedido. Esa legión de esforzados trabajadores que a lo largo de los siglos han acumulado, con su genio e ingenio, un rico patrimonio de buen hacer pedagógico, del que nos hemos beneficiado todos y que ahora nos toca cuidar y mejorar.

  Y en representación de todos ellos dedico este libro a mis padres, maestros ambos, de cuyo “buen hacer” he nacido yo y, en definitiva, ha nacido este libro que tiene ahora en sus manos nuestro querido lector.

Toledo, a 13 de enero de 2012
                                                                                                El autor












Después de más de dos décadas en las aulas, sé perfectamente lo difícil que es introducir cambios en el sistema educativo. Otra cosa son las leyes, o las nomenclaturas, que sí que se cambian muy a menudo, pero  todo sigue igual.
Desde que comencé mi carrera me di cuenta de que nuestro modo de trabajar estaba anticuado. Pero nunca había visto hasta ahora un momento tan propicio  para ensayar cambios como éste que empezamos a vivir.
Lo digo porque la crisis ha puesto en cuestión casi todo, incluida la efectividad de la educación en la promoción social. Y en esta coyuntura me atrevo a aventurar que las propuestas innovadoras pueden ser más escuchadas . Aunque habrá que verlo.
De momento sé decir que la Innovación Educativa ha sido hasta ahora ese lugar común que todos frecuentan y estiman en  teoría, pero poquísimos se lo toman en serio en la práctica.
Para mí la razón es obvia: La educación es una tarea de toda la sociedad, y cuando la sociedad toma un rumbo determinado, es inútil y frustrante tratar de educar en otro sentido. A no ser que uno lo tenga claro, y esté dispuesto a jugárselo todo por un ideal.
En concreto, el cambio de rumbo que precisa nuestro sistema académico para ocupar un lugar relevante en la formación de ciudadanos creativos y comprometidos, es un giro copernicano.
El sufrimiento con que este siglo que empieza está “regalando” a personas que durante mucho tiempo vivieron holgadamente, por no hablar del que les viene a los que ya estaban afligidos, es de tal gravedad, que no son moralmente admisibles más chapuzas en educación, ni más silencios por los que las aplicamos.
Por eso creo que este puede ser un buen momento para proponer e introducir cambios metodológicos y organizativos en nuestro sistema educativo.
Debo aclarar que este libro se dirige al ámbito académico considerado como un conjunto de niveles interrelacionados, y aunque surge del ámbito universitario, en el que los cambios son más urgentes por tener una repercusión social más importante, las experiencias que se analizan se han sacado de todos los niveles educativos. Y las reflexiones que se hacen son igualmente válidas para todos los tramos de la enseñanza.
Porque, en definitiva, el problema fundamental que nos aqueja parte de la idea filosófica, o antropológica, que sustenta nuestros programas. Desde la educación superior a la educación elemental.
Las características singulares de cada etapa son concreciones derivadas directamente de la aplicación de esa filosofía socialmente asumida, por lo que la rectificación de los principios educacionales generales traería consigo las correcciones  necesarias para garantizar la optimización de los distintos itinerarios.
Sin entrar en profundidades, adelanto que hemos padecido durante más de tres décadas una “inflamación” de nuestras destrezas planificadoras, a costa de olvidarnos de que trabajamos con personas. Y esta es la primera desviación a corregir.
Esto supondrá introducir un cambio en la mentalidad hegemónica. Pero comoquiera que ya todos hemos experimentado el fracaso de este modo tecnocrático de entender la educación, muchos ya empiezan a considerar que para el poco resultado obtenido, quizá no sea tan fundamental hacer esas programaciones tan exhaustivas y tan ideales. Que quizá nos podríamos arreglar con algo más sencillo y darles “un poco más de cancha” a esas situaciones personales “urgentes”, que reclaman nuestra atención por lo lejos que están muchos alumnos de “lo que deberían estar según nuestras planificaciones”.
Llevamos algún tiempo empezando a balbucir esos nuevos planteamientos. No se lo piensan tanto en el sector productivo, donde ya se han percatado de que si no cuentan con personas en sus  empresas, no son competitivos. O sea, no sólo cerebros, sino personas enteras, o dicho de otra manera, personas que “se enteren”. Que según parece escasean.
El error que hemos padecido vino de la mano de un desarrollo cultural que “arrasó” el campo del pensamiento en la época reciente. Hoy está en jaque, y ya veremos cómo termina la partida.
En este ambiente de monopolio ideológico hubo personas que trabajamos “a contracorriente”. Y como todo en la vida, eso también ha tenido su recompensa. Hoy tenemos la satisfacción de comprobar que no estábamos tan equivocados en nuestros planteamientos como la gran mayoría se empeñaba en demostrarnos.
En la primera parte, trato de situar el problema de la Innovación Educativa en el contexto actual de la crisis, analizar las causas por las que se recurre tanto a ella y al mismo tiempo se le dan tan pocas facilidades para realizarse, y por último, delimitar las vías del progreso efectivo de la educación de nuestros pueblos.
Pero como uno de los excesos que hemos padecido ha sido precisamente el de sobredimensionar el factor teórico, y el exagerado recurso al palabreo, en la segunda parte del libro voy a presentar una experiencia práctica, que sirva para ejemplificar  la filosofía innovadora que propongo.
La argumentación que utilizo en mis reflexiones no está muy referenciada a autores concretos, (por lo que no abundan las citas), sino que parte de una apoyatura experiencial muy sólida. Como si todas las corrientes de pensamiento pedagógico que han llegado con fuerza al momento histórico que me ha tocado vivir, se hubieran hecho sentir en mi personalidad, a modo de un “matraz” en el que se combinasen todos los componentes activos de formación humana, y una vez agitados, calentados, enfriados, comprimidos, expandidos, y alambicados de todas las maneras  humanas posibles, se sintetizaran en un producto depurado esencial.
Por no tener más apoyatura experimental en mi carrera docente que la sensación subjetiva de haber dado con un camino, válido para todos, de promoción y éxito personal, durante bastante tiempo he pensado que todo este pensamiento pedagógico mío no servía de gran cosa, por no ser fruto de la especulación pura y dura. Pero volviendo a releer el Quijote, entre las maravillas que encierra, me llamó sobremanera la atención su prólogo, en el que Cervantes explica un poco esta misma sensación que yo estoy contando. Le parecía a él que su obra no era lo bastante digna, por carecer de todo ese adorno de erudición de la literatura al uso. Para sus adentros sabía que no era así, no en vano escribía para demostrar que la verdadera sabiduría pasa por el tratar de vivir con sensatez y responsabilidad. Y este convencimiento íntimo queda explícito en esas palabras tan interesantes en que, lamentándose de la ausencia de profusión de latines y de comentarios de sesudos filósofos y demás eminencias, emplea la gracia irónica y dice que su obra está falta de ese complemento de argumentos de autoridad que la apuntalen con razones discursivas, que no ha buscado porque él mismo se bastaba para darlas, etc., etc. Salvando las distancias, encontré en sus palabras un apoyo a mi presentimiento de que mi trabajo sí que era digno y valioso. Y al mismo tiempo también obtuve de su experiencia un aval de la teoría de la Innovación Docente que presento en este libro.
Ha sido mi empeño en esta obra divulgar la idea de que la educación no se puede encerrar en ningún recinto. Cervantes, que publicó el Quijote con 58 años,  es un ejemplo magnífico de que el mejor itinerario educativo es vivir con responsabilidad y coherencia la vida que a uno le toque, abriéndose confiadamente al futuro, y,  sin ceder al resentimiento, aplicando todo nuestro talento y virtudes a mantener el espíritu de libertad interior, que es la verdadera libertad.
En resumidas cuentas, intento explicar desde mi experiencia docente y personal, que una verdadera educación, y la que necesitamos con urgencia, es la que considera que la vida misma es una auténtica universidad, donde todo lo que sucede es justamente lo que necesitamos para crecer como personas y como miembros de una sociedad.
Las consecuencias de este modo de entender la tarea docente apuntan a un enriquecimiento del currículum, e intento desarrollarlas en la primera parte del libro, donde no faltan tampoco interesantes ejemplos sacados de mi  práctica docente.

                             






























 

 

 

 

 



Al hablar de educación hace falta tener presente que dicho concepto encuentra sentido, únicamente, desde la consideración de que se puede mejorar, de que se puede avanzar en el  camino de la felicidad. Parece obvio, pero la práctica cotidiana se obstina en hacernos dudar de esa evidencia.
Porque incluso a pesar de que se han hecho esfuerzos importantes por mejorar la calidad de la educación, no se respira en los ambientes académicos un aire de satisfacción, ni mucho menos de ilusión. En la universidad que conozco hay un ambiente más bien rancio. Como mucho se oyen aquí o allí alborotos circunstanciales por algún éxito o proyecto, que se diluyen pronto sin dejar rastro.
Un ambiente sereno y riguroso, propio de un proyecto estable, que prometa y comprometa esfuerzos significativos y de alta calidad, con una clara repercusión de unánime aprecio social… Eso, aunque se diese sólo en contados centros del país, eso, no creo que exista.
Donde se dan cita los talentos hoy en día, presumo que no prima la camaradería que genera un proyecto ilusionante por el valor social que conlleva. Primará más bien la excitación por la rentabilidad de los hallazgos (que de una u otra forma se traducirán en algún beneficio crematístico). En estos ambientes no hay alegría, sino, en el mejor de los casos, relaciones comerciales.
Por eso he comenzado intencionadamente con una “perogrullada” acerca del significado de la educación, buscando provocar al lector e interpelarle sobre lo fundamental. ¿Estamos dispuestos a asumir dicho principio? Porque si no se asume, el esfuerzo intelectual no deja de ser, en el fondo, un puro entretenimiento, y la investigación algo perfectamente estéril.
Porque lo práctico resulta inútil sin una referencia a un fin último que trascienda la inevitable atadura al mundo de las cosas. En este sentido, reducido el ejercicio intelectual al dictado de lo material, las universidades en Europa pierden su vinculación con la tradición nacida en Grecia que les dio sentido, quedando rebajadas a meros institutos técnicos con un fin utilitario.
Y aunque esta píldora es difícil de tragar,  en tanto no nos la tomemos seguiremos con nuestro malestar.

A estas alturas algunos lectores ya pueden haber dejado este libro a un lado. Y haber vuelto al “descanso” de su incuestionable verdad, esto es, la de que no existe la verdad, ni por supuesto la felicidad.
No obstante, siempre habrá quienes humillen sus voluntades ante su sed de conocimiento, y venciendo su “natural repugnancia” a estos planteamientos, sigan adelante en esta lectura. En ese preciso momento ya se ha producido el milagro del saber, la reparación de una grieta en los maltrechos muros de la “fortaleza” humana.


En las breves líneas de la introducción nos hemos topado con las dos actitudes que están en el comienzo de la sabiduría: La humildad y la escucha.
No es inusual que un drama personal sea el comienzo de una nueva forma de vida más dichosa. El verse privado de un bien, verse humillado, puede ser la ocasión para reemplazar nuestras precarias seguridades
Humildad tiene la misma raíz que humus, palabra latina que significa “tierra apta para que algo crezca”. Por eso, si uno “está hecho polvo (tierra)” puede que de su persona nazca algo nuevo. Técnicamente hablaríamos de crisis positiva.
Y a propósito, hay un gusano en la manzana de la universidad, que se está merendando lo más granado de los hijos de nuestro tiempo. Ese indeseable inquilino se gozaría en su total reducción a polvo, y no nos enteraríamos hasta que, por no tener sustancia, se desmoronase todo el edificio.
Curiosamente, esta sacudida que nos está zarandeando, nos puede venir bien para que se destape el mal en el EEES, y algunos, “curándose de su ceguera”,  lo puedan ver.
Esa especie de cáncer viene debilitando desde hace tiempo los centros neurálgicos de la sociedad del conocimiento, dando lugar a los sórdidos síntomas y deformidades que, pasando por normales, se nos han venido adosando como auténticas rémoras sociales.
Por supuesto, aunque dolorosa, es urgente una cirugía que ataje el problema. Tal vez todavía estemos a tiempo de salvar algo.


Los que se dedican al estudio no deberían perder de vista que nuestra posición ante el conocimiento será siempre de búsqueda, y que nunca alcanzaremos la posesión plena del saber. Por eso la humildad es una premisa para acceder al verdadero conocimiento, al tiempo que la vanagloria nos aleja de nuestro propósito.
A este respecto, resulta ilustrativo fijarse en la disparidad existente entre esa actitud que consideramos premisa del saber, y el top en el ranking de los valores sociales, que sin duda está ocupado por el éxito personal  y la exhibición del mismo. A partir de aquí es fácil deducir que, cuando menos, tenemos escasa influencia en la conformación del ethos social.
Técnica, e hipotéticamente, diríamos que la transferencia y la difusión del conocimiento están fallando, eso suponiendo que estamos de acuerdo en que el conocimiento empieza por las actitudes.
Pero no, para no andar por las ramas, hay que decir sin ambages que la disfunción no obedece a un problema técnico transitorio.

En la carrera de fondo que lo más elevado del ser humano disputa con sus bajos instintos, que se viene desarrollando desde el origen mismo de la humanidad, y en la que ha habido subidas y bajadas, llevamos una racha, que dura ya varios siglos, francamente mala.
A base de ir “perdiendo altura”, y “fiados más de los instrumentos de navegación que de nuestros propios ojos”, diríase que en vez de reconocer el desplome con humildad y rectificar, hemos optado por poner el mundo al revés y emplearnos a fondo en convencernos de que la polvareda que levantamos no es que estemos pataleando, sino que se trata más bien del llamado polvo de estrellas.
A esta situación cabe aplicar el conocido refrán que dice: “De aquellos limos vinieron estos lodos”. Y no hace falta explicar de qué lodos estamos hablando.
  


Paulatina y sutilmente, se ha ido operando un cambio en nuestras instituciones que ha consistido en  trocar el uso genuino y elevado del intelecto por la ocupación estéril y ruin de cambiar el nombre a las cosas.
Pero como “las cosas” son tozudas, y como “habíamos subido tan alto”, forzosamente tendremos que afrontar una caída larga y dolorosa. Y en esas estamos, aunque no hayamos hecho más que empezar.
Cabe adelantar que hablar de innovación en este contexto supone en primer lugar reconocer que esta es nuestra realidad y nuestro itinerario. Que nos toca bajar hasta el fondo para, con los pies en la tierra, poder retomar un camino que lleve a alguna parte.
Entiendo que la universidad ha de ser el lugar del conocimiento excelente, el que sirve de fundamento sólido para construir una sociedad más justa, más plenamente humana, y por tanto, más feliz.
Esa concepción ha dado origen en el pasado a los brillantes centros del saber universal, cuyo nombre bastaba para despertar el entusiasmo de los jóvenes talentos.
Hoy han desaparecido esas referencias, en la misma medida en que se ha desdibujado el interés por indagar la verdad y, lo que es más trágico, la alegría de vivir.
Los centros de educación superior más prestigiosos de nuestros días, no ejercen su atracción por ser el sitio donde viven las personas que encarnan los ideales de vida más noble y elevada que se pueda imaginar. No, su atractivo les viene de reunir y formar los talentos más destacados de parcelas muy especializadas del saber humano, los que van a ocupar los “mejores” puestos sociales. Pero en modo alguno se trata de modelos de vida propiamente, sino sólo de personas que “saben muchísimo” de algún tema, lo cual ni va, ni tiene por qué ir, unido a que esas personalidades despierten el interés de los estudiantes por vivir igual que ellos.   
Pero si bien eso es penoso, pues nos priva del verdadero sentido y significado de la Universidad, tal y como fue concebida en sus orígenes, no es lo más triste del momento actual. Porque llevados de una forma de pensar errónea,  hemos llenado nuestras geografías de pequeñas ínsulas del saber, regidas más bien como cortijos que como santuarios donde la vida llama a la vida a través del intercambio personal y de la libre circulación de las ideas.
Lo trágico de esta situación es que hemos dejado al hombre de hoy huérfano de padre, en cuanto modelo que encarna las virtudes viriles ligadas al desarrollo del intelecto. Y huérfano de madre, en cuanto a que, falto de padre, ha desaparecido también el modelo de persona que tras haber acogido la semilla de la vida pujante, la cultiva hasta que explosiona y derrama la fragancia del buen gusto, y da la medida colmada de la apertura valiente y confiada a la vida, que la convierte en fuente de sensibilidad y lugar de la creatividad.
En medio de este desolado panorama no es de extrañar que nos encontremos “de repente” con una crisis de dimensiones desconocidas hasta ahora, y de alcance insospechado. No sería de extrañar tampoco que estuviéramos en los estertores de una época, y que por “el otro extremo del orbe” estuvieran ya asomando las primeras claridades de un nuevo tiempo histórico.



Todo cuadra si pensamos que la causa de esta debacle no es ni más ni menos que el miedo. O sea,  la consecuencia forzosa de la orfandad.
Desde este punto de vista, los sucesos económicos recientes tendrían una explicación lógica. Una serie de circunstancias que bien pudieran ser “casuales” o simplemente fruto de la limitación humana, han confluido dando como resultado una merma inusual de los ingresos de los mercaderes. Esto ha despertado en ellos un cierto miedo y,  por “prudencia”, han decidido moderarse en sus negocios, lo que ha frenado aún más el engranaje de la economía.
Se desencadena así el fenómeno conocido como “efecto dominó”, y empieza la escalada de “acciones preventivas” que obedecen  a la espiral del miedo, y que nadie sabe cómo acabará.
De este modo, un sistema económico que tuvo su origen en la confianza, probando sobradamente su virtualidad inagotable para crear riqueza, termina su ciclo desastrosamente, vencido por el fantasma del miedo.
Ciertamente la crisis es el rostro del miedo, de la falta de confianza y de verdad. Ha ido descubriéndose poco a poco, pero hacía tiempo que venía gestándose. 
Bien mirado, puesto que hemos renunciado a buscar la verdad, desdeñando la posibilidad de que exista, y de que nuestro intelecto y voluntad estén “programados” para buscarla, no es de extrañar que el error se haya adueñado de nosotros, y termine por doblegarnos a su tiranía, ciega y despiadada.


En la historia reciente habíamos llegado a una entente sin precedentes. Las discrepancias sobre los caminos del progreso se habían ido debilitando, en la misma medida en que la arrogancia de los “gurús del progreso” iba creciendo.
Y esa tiranía amenazaba con convertirse en un gobierno único mundial. Sus instrumentos habían alcanzado un grado tal de eficacia que apenas quedaba resquicio para la disidencia.
Durante ese tiempo muchos hemos sufrido la intoxicación propagandística de un modelo social inhumano y avasallador. Aplastados por su maquinaria ideológica asistíamos impotentes a la representación macabra de “un mundo feliz”. A todos lados llegaba “la voz arcana” –como un Gran Hermano—instruyéndonos sobre lo que era o no socialmente saludable. Y no había posibilidad de rechistar.  A los próceres satisfechos se les llenaba la boca de promesas y amenazas. Grandilocuentes gestos y gastos suntuarios actualizaban el escenario del “pan y circo” de una naciente civilización analfabeta.

Por fortuna, no hay mal que cien años dure. Antes de lo previsto, “el juguete” maltratado se les ha roto entre las manos, y aunque vayamos a necesitar bastante tiempo y atenciones para reponernos del desastre, es más que seguro que la farsa ha entrado en el Último Acto.
Gracias a Dios, el sustrato humano de estos viejos pueblos de Europa ha resistido la brutal agresión. Abonado  a lo largo de los siglos por la sangre de muchos  hombres rectos de todos los credos, no ha podido ser del todo contaminado.
Ya hay quien empieza a darse cuenta del engaño en que hemos vivido.
Las raíces seculares del viejo tronco europeo, aferradas al suelo vital, al humus, han soportado una vez más el maltrato despiadado de los inconstantes, y ya lanzan de nuevo savia joven portadora de vida.
El de ahora es desde luego un tiempo para escuchar a los prudentes. Además, los rigores de la escasez vienen en nuestra ayuda para facilitarnos el obligado –“y olvidado”—ejercicio de silencio.
Existe un programa para superar la crisis.  Uno y sólo uno. Y no es precisamente el de “¡más trabajo, más esfuerzo, y si no…!”.
La única salida de este valle oscuro pasa por reencontrar la senda perdida. La otra propuesta, la de “¡arre, burro!”, es una “huída hacia adelante” que nos metería más en la espesura del bosque.
Lógicamente, la “hoja de ruta” que nos guíe en esta búsqueda no puede ser la misma que nos ha conducido al error.
Habíamos ido por caminos complicados, demasiado exigentes para nuestra frágil naturaleza. Privados de los cuidados que exige una marcha dura y empujados, cada vez más ásperamente, a la condición de autómatas –como aquel Hombre de Palo que Turriano, el relojero del rey, hacía caminar por Toledo— hemos terminado más pronto que tarde por “rompernos la crisma” y poner así un triste final a este desaforado Acto de la representación humana.


¿Qué hemos hecho mal?¿En qué encrucijada nos hemos extraviado? Son las preguntas que conviene hacerse. Y para responderlas podemos empezar por reflexionar sobre lo que hemos hecho bien.
Está claro que para llegar al nivel de desarrollo que tenemos, forzosamente hemos tenido que hacer cosas bien. Por lo tanto, si logramos identificarlas y estudiar el sentido profundo que tienen, y por el cual han merecido el común reconocimiento de todos y el estatus de “bienes”, habremos atrapado el cabo del que ir tirando para acercarnos a la salida del laberinto.

Si yo, hombre de mediana edad, pienso un poco en lo que me confiere el valor que tengo a mis propios ojos, me encuentro en seguida con una serie de disposiciones estables en mi ser, que me empezaron a acompañar desde las canciones de cuna, y que son el soporte de todos “los adornos” que los demás puedan ver en mi vida o en mi persona.
Esta observación me lleva directamente a mis padres, que sacando  amorosamente del cofre de mis dones naturales uno por uno, les fueron poniendo los envoltorios que con su libre albedrío y voluntades pensaron que aumentarían mi fama.
Estoy seguro de que ellos podrían suscribir íntegramente el párrafo anterior para sí mismos. Como lo estoy de que esos regalos bien envueltos que todos hemos recibido, han rivalizado siempre en el gobierno de nuestras personas con una herencia igualmente “rica” de trabas e imperfecciones, que nos obliga a un permanente ejercicio de superación personal.
Lo feliz del caso es que lo bueno ha triunfado durante largos días, años y siglos, de fatiga y paz, sobre lo malo.
Y el resultado de esta lucha sin cuartel tiene su reflejo en el rostro sereno del anciano labriego castellano, o en la admirable aguerrida nobleza del minero que no duda en arriesgar su vida por salvar a un compañero atrapado en un derrabe; por sacar sólo dos ejemplos del apasionante libro de las vidas de españoles de ayer, de hoy, y de siempre… A no ser que España se acabe, que no creo.
Durante estos siglos se ha ido fraguando una prosperidad duradera, un patrimonio que ha resistido el paso del tiempo sin desmoronarse, gracias a una concepción de la vida más rica y verdadera de lo que puede explicarse aquí o allí con palabras, pero que resulta palpable en esas sencillas, o ilustres, vidas heroicas que todos hemos conocido y que nos constituyen en lo más íntimo.                                        

Ahora  procede preguntarse qué tienen en común el campo labrado con esmero de un campesino castellano y el Quijote de Cervantes, por ejemplo, o la casita andaluza del albañil que emigró a Badalona con la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia.
Lo que tienen en común son virtudes, ni más ni menos.
Esfuerzo, temple, constancia, paciencia, genio a raudales, coraje, comprensión, ecuanimidad, veracidad, indulgencia con los defectos propios y ajenos, generosidad, magnanimidad,… y no sigo porque no acabaría.
Habrá quien me replique “No, no, dirás más bien egoísmo, abuso, trampa, soberbia, avaricia, envidia, engreimiento, afán de notoriedad, y un largo etcétera de fealdades”.
Y entonces se podría responder: “También. En cualquier caso ahí están esos objetos, rendidos a tu contemplación, y aguardando tu veredicto.
Si los miras bien, en los surcos de la tierra podrás ver la parte de la cosecha que se irá a la mesa del pobre en limosnas; en la edición barata del Quijote, la alegría y esperanza que rezuma de la pluma experta en privaciones del Manco de Lepanto; y atisbando a través de  aquellas rejas andaluzas, podrás distinguir en la penumbra a un niño que juega bajo la mirada atenta de su abuela, mientras su madre lucha en la jungla de asfalto para no dejarse morir por la tristeza; y así mismo, en el Palacio de Calatrava, en vez de arrogancia, descubrirás un homenaje sincero, edificado sobre horas arrancadas al sueño, al prodigio de la inteligencia humana.”
Si no eres capaz de esa mirada constructiva, nadie te condenará por ello, en tanto respetes al que trabaja honradamente para ganarse el pan. Y además no te será difícil encontrar apoyos para intentar hacer realidad tus sueños. En realidad vivimos en un país mucho más abierto –en su auténtico sentido de acogida—de lo que se nos ha intentado hacer creer.
Ese sustrato humano –polvo enamorado— que he intentado retratar en unas pinceladas, no es una ficción. Antes bien, esas autopistas, grandes puertos, factorías y rascacielos que admiramos, lo son mucho más. Pura apariencia de bienes. Porque hoy los vemos erguidos y de la noche a la mañana pueden no ser más que cascotes. Lo cual no sucede tan fácilmente con los sólidos edificios humanos.




 



Nuestrauniversidad está empezando (!) a dar más importancia a la relación con los niveles educativos precedentes. A esta novedad se ha llegado después de años de un deterioro progresivo del panorama educativo general. Y esa incorporación a la lista de tareas de organización de la universidad tiene lugar justamente ahora, cuando empieza a azotarnos el flagelo de la crisis.
Poniéndose en evidencia la interrelación que existe entre los diferentes niveles educativos, conviene examinar algunos aspectos relevantes de nuestro actual sistema de enseñanza y de su historia reciente.

La aparición de las TIC, están suponiendo una auténtica revolución en el mundo educativo. Las nuevas generaciones están muy influidas por este hecho social sin precedentes. Los modernos estudios psicológicos abordan el tema de las características de la percepción considerando hechos como que hoy en día, un sujeto joven de un país moderno, está habituado a seguir al mismo tiempo el desarrollo de más de 15 programas de TV.  Así mismo, las posibilidades infinitas de comunicación en tiempo real con cualquier lugar del mundo, y el acceso a ingentes cantidades de información al instante que posibilita Internet, así como la cada vez más presente realidad virtual, están marcando perfiles nuevos de construcción cognitiva y psicológica en general.  Este, y otros aspectos no menos relevantes del nuevo escenario social, hacen que las definiciones clásicas en psicología evolutiva y en teoría del aprendizaje, así como las claves que solían manejarse para encuadrar la llamada “vida psíquica normal”, estén siendo sometidas a una permanente revisión.
Por otra parte, los conceptos tradicionales referentes a la inteligencia, con el tan famoso y práctico Coeficiente Intelectual, hoy han perdido su prestigio y nuevas formas de interpretar las capacidades humanas se han hecho sitio, irrumpiendo con vigor en el mundo educativo. Se están llevando a cabo experiencias pedagógicas basadas en el modelo de la Inteligencia Emocional o similares, las cuales abordan la educación con una visión del sujeto menos rígida y más holística, abarcando facetas que se consideraban marginales y dándoles una relevancia mucho mayor en la predicción del éxito social.
Estas iniciativas apuntan a la regeneración del panorama educativo, aunque no acaban de fraguar como un modelo alternativo capaz de superar las disfunciones que traban tan penosamente los sistemas educativos occidentales.
En todo caso, esos nuevos enfoques tienen mucho que aportar a la innovación educativa al considerar con acierto que el éxito no depende tanto de factores naturales, heredados, como de una buena educación. Su idea de que la inteligencia –en sentido amplio— se puede educar, supone un avance cualitativo muy importante a la hora de replantearse los contenidos de la educación.

Otro factor de cambio viene de la necesidad de dar respuestas a la multiforme y reivindicativa diversidad del mundo occidental. Esto ha hecho crecer el interés por los métodos cooperativos, más creativos e integradores, y con una enorme potencialidad para aprovechar toda clase de carismas presentes en una sociedad más plural, abierta e imprevisible.
Por otra parte, la reubicación social que se deriva del “imparable” dinamismo económico, exige un gran esfuerzo de adaptación personal a formas de vida más complejas, trayendo consigo también la aparición de nuevos modos de relación entre los distintos agentes sociales.
En la conformación de hábitos democráticos facilitadores de la convivencia, es decisiva la intervención de los legisladores, por eso merece la pena detenernos a observar la respuesta institucional a este desafío a la cohesión social que trae consigo el orden económico vigente.
Esta especie de disección –retrospectiva— de nuestro sistema educativo, nos revelará hasta qué punto está invadido por el mismo cáncer que afecta a la educación superior.

En el ámbito académico, el encuentro entre los diferentes patrones de conducta que hemos mencionado, se caracterizó por una especial viveza. Su novedad llegaba “a contrapelo” a un sistema educativo basado fundamentalmente en la capacidad del profesor para gestionar el aula. Comoquiera que el órdago era demasiado grande, e iba en aumento, cambió de la noche a la mañana la tesitura de la profesión docente en nuestro país. Porque además, la salida institucional al “conflicto de sensibilidades” que polarizó la acción educativa de toda esa época, prescindió del consenso social que la importancia del problema hubiera requerido.
De un gobierno sensato se hubiera esperado estudiar bien la nueva situación, escuchar a los profesores y acordar una solución con ellos. Pero no fue así.
En ese nuevo escenario de inestabilidad, con aviesa intención o sin ella, las autoridades interpretaron los conflictos como expresiones de libertad, y por tanto, vieron en esa coyuntura una oportunidad única para formar ciudadanos críticos, maduros, responsables, creativos y emprendedores, en definitiva, verdaderos demócratas. Esas cualidades deseables se echaban de menos en la población, y esta carencia se achacaba a una educación “anticuada” y… (se omite una manida serie de epítetos de fuerte carga emocional).
El rápido progreso socio-económico traía consigo importantes retos de organización, y el marco ideológico prevalente respondía incorporando una deriva hacia la desconsideración y el desprestigio de los fundamentos éticos de nuestro entorno histórico.
En su lugar se instalaron una serie de falacias culturales que el mismo presidente del gobierno sintetizó al parafrasear las palabras de Jesús de Nazaret: “No es la verdad la que os hará libres, sino la libertad la que os hará verdaderos”. En esta frase se encerraba todo un programa político de largo alcance y devastadoras consecuencias.
Así, los “nuevos estilos de conducta social” no sólo fueron bendecidos por amplios sectores de la sociedad, sino que después fueron amplificados y promovidos masivamente por ciertas legislaciones y formas de gestión, que además los han presentado a la opinión pública como indicadores de la mayoría de edad de nuestra joven democracia. Más aún, como pruebas concluyentes de que el proceso de refundación de las bases antropológicas de las sociedades modernas era un hecho irreversible.

Se comprende pues, que interpretando el “desorden” en las aulas como un principio de “emancipación”, y confiando en que con un cambio normativo “científicamente fundamentado” se solucionarían los problemas y se alcanzaría la modernización anhelada, se fue tirando durante más de tres décadas. En las cuales, por cierto, no se llegaron a ver mejoras sensibles en ningún aspecto relevante, aunque por las muchas “fotos” que se hicieron, con fines propagandísticos, se llegó a persuadir a un gran número de ciudadanos de lo contrario.
Por lo demás, en todo momento fue necesario “parchear” burdamente para remediar las “inoportunas” goteras que no dejaban de salir.
Tan mal resultó el experimento, que en estos últimos años la enseñanza pública de iniciativa estatal ofrecía pésimos resultados en la evaluación internacional. Y eso a pesar de que no dejaban de invertirse en ella fuertes sumas de dinero en intentos tanto o más quiméricos que el primero por dar con la clave del asunto. 
Por si la ilusión de formar a la verdadera generación de españoles democráticos no tuviese de por sí bastante tirón, el crecimiento económico de nuestro país y/o entorno, propiciaba que nuestros líderes e ideólogos se durmiesen en los laureles de sus faustas ideaciones, aunque las “puertas de las aulas” no hubieran dejado de chirriar en todo este tiempo.
Esta larga agonía prolongada artificialmente, terminó por convertir al colectivo docente de todos los niveles en un coro de sufridores, más o menos resignados, pero tristes donde los haya.
Y así hemos llegado al momento actual, donde por si fuera poco el maltrato recibido, se les vapulea en los medios para justificar el asalto a sus bolsillos.
Considerando esta penosa trayectoria de los representantes del saber de nuestras “sociedades del conocimiento” cualquiera diría que aquí hay algo que “no cuadra”.
Hay quien culpa de ese “calvario” a cierta intencionalidad política, idea no desdeñable si pensamos en los intereses que suscita la educación. En cualquier caso, gracias a la crisis, podrían dar un giro las cosas, o al menos ralentizarse.
Sea como sea, los desperfectos que ha causado en el sistema educativo tan lamentable alejamiento del sentido común, los tendrán que pagar caros las futuras generaciones, que habrán de sufrir en sus carnes la inconsistencia vital transmitida por sus mayores, los cuales no supieron valorar y agradecer convenientemente lo que sus padres hicieron por ellos.



Una vez visualizada la deplorable historia reciente del sistema educativo, cuyas consecuencias nos obligarán a afrontar una lenta recuperación en las próximas décadas, no seríamos de gran ayuda si nos quedásemos sólo en el diagnóstico de tan nefando período.
El aumento de la conflictividad y del fracaso en nuestras aulas, no puede ser visto solamente, salvo desde una visión simplista, como la evidencia de que se han estado haciendo mal las cosas.
No pudiendo negar que eso sea cierto, es necesario superar esa recurrente visión superficial maniquea que no aporta soluciones.
En un obligado ejercicio de responsabilidad, sería conveniente abordar la actual situación de deterioro de la convivencia escolar como una llamada a abrir nuestras conciencias a la nueva realidad social.
Urge poner en marcha un proceso de revisión, donde invitando a todos a participar en el debate, se dé cabida a los diferentes modos de respuesta al desafío que suponen las nuevas condiciones sociales.
Empeñarse en que la escuela siga siendo el lugar de transmisión de saberes librescos ha dejado de tener sentido. Nuestros alumnos nos hacen evidente cada día que no encuentran en ese patrón educativo una vía de expresión adecuada a su talento y sensibilidad, y sin embargo, seguimos sin reconocer sus estilos cognitivos como vehículos de formación válidos. 
La resistencia al cambio de nuestras instituciones académicas contrasta con la rapidez con que el sistema productivo incorpora en sus procesos las variables contextuales, por insignificantes que parezcan. De hecho, la cantera de valores y potencialidades humanas que representan los jóvenes, ya ejerce como incentivo para la exploración de nuevas formas de desarrollo económico y social.

En este escenario, los profesionales de la docencia nos encontramos en una situación especialmente desafiante y prometedora. Somos agentes principalísimos en el diseño de estrategias que hagan posible el paso de un modelo educativo basado en la autoridad indiscutible de saberes caducos, a otro donde la realidad de cada individuo sea tenida en cuenta y marque el pulso del devenir social.
Este momento es muy delicado, y exige una solícita implicación por parte de todos y un escrupuloso respeto a todas las iniciativas que supongan una respuesta mesurada a las verdaderas necesidades constatables en el campo educativo.


El currículum educativo a todos los niveles no puede seguir siendo considerado como una carrera de obstáculos. Esto no quiere decir que haya que prescindir de toda exigencia, ni que el esfuerzo no sea  considerado como un valor. Sino, más bien, que sería de mayor provecho para todos, centrarse en proveer con un sentido coherente todo esfuerzo que se le exija al alumno.
La mayoría de los alumnos que abandonan,  no llegan a ese punto por falta de capacidades, sino por un desajuste del sistema educativo que se retroalimenta a sí mismo por su natural resistencia al cambio y conduce a las distintas –algunas de ellas, tardías en aparecer— formas de fracaso escolar.
Resulta llamativo comprobar que muchos de esos alumnos empezaron su declive académico al comenzar la secundaria. La primera cosecha abundante de suspensos ejerce como el ariete que derriba la muralla de un castillo mal construido. Ya es muy difícil que se recomponga la defensa. Muchos alumnos, tristemente, pierden una batalla y dan por perdida la guerra. Ceden fácilmente al acoso de las dificultades. Otros, más afortunados, aunque experimentan la misma aridez, siguen adelante merced a las rentas de una cuna más acomodada, o de un sobrado aprovisionamiento de cualidades naturales. Pero en realidad, unos y otros, no le encuentran sentido a la lucha. No saben por qué tienen que luchar. Están desmotivados de raíz, moralmente desarmados, y se desaniman en seguida. A partir de ahí, los primeros esconden su vergüenza bajo diferentes formas de rebeldía, se niegan a reconocer que se han rendido, y encuentran cierto acomodo en ese rol dentro de un sistema que es remiso a considerar ese abandono como una llamada a la revisión en profundidad de los planteamientos educativos. El otro tipo de alumnos, los “aventajados”, que son la otra cara de la moneda, esconden su malestar en una búsqueda de la excelencia individual, y persiguen desesperadamente el halago social que les compense del enorme esfuerzo que es para ellos mantenerse en los primeros puestos. Este grupo suele perder de vista el sentido social del esfuerzo y a menudo adoptan conductas insolidarias con el resto de los compañeros.
Sea como sea, se trate de alumnos “fracasados o exitosos”, se impone un cambio de mentalidad educativa pues nadie está contento con este estado de cosas.
Hay que decir que el cambio no puede consistir en que todos los alumnos pasen a formar parte del primer grupo, pues, entre otras cosas, eso llevamos años intentándolo y no lo hemos conseguido. No, no basta con cambiar lo de afuera, lo externo, los datos estadísticos[1]. Tampoco es suficiente con cambiar las leyes, introduciendo mejoras en el enfoque pedagógico[2]. El cambio que verdaderamente podrá volver a poner las cosas en su sitio se ha de dar desde dentro. Es urgente crear en el alumnado una conciencia ciudadana que les levante la moral.
Se ha venido instalando un modo de relación entre profesores y alumnos en el que predomina la desconfianza. Esto niega la esencia misma del acto educativo, el cual acontece solamente por la mediación de un vínculo de reconocimiento y confianza hacia el profesor por parte del alumno, y viceversa. Una educación basada en el miedo, es como mucho un “amaestramiento”, o domesticación, pero nunca un proceso que tenga la virtualidad de transformar permanentemente a la persona desde dentro y de aproximarla cada vez más al ideal de una vida realizada y exitosa. Esto explicaría por qué en la actualidad proliferan las formaciones permanentes de todo tipo, tratando de paliar las deficiencias de un sistema educativo dañado en sus cimientos.
Tal como están las cosas se hace necesario “recalzar” el edificio. El problema es cómo empezar. Porque ahora mismo, llevados por la inercia de estos últimos años, todas las acciones que se emprenden en el ámbito educativo parecen justificarse por completo, y responder a una lógica bien trabada.

No deja de asombrar que después de haber estado años tratando de salvar lo que parecía una filosofía educativa impecable, adecuada al ideal democrático aceptado por todos,  para lo cual se fueron incorporando nuevos enfoques que prometían arrumbar a buen puerto (trabajo en grupos, evaluación compartida, por competencias, etc.), nos veamos ahora, después de tanto remar, muriendo a la orilla.

Porque los datos no dejan lugar a dudas. Año tras año se obstinan en denunciar que algo está fallando en nuestro sistema educativo. No sólo salen rotos por todas partes, sino que, si nos comparamos con ese estándar de educación tan popular del que acabamos de hablar, seguimos ocupando los últimos lugares.
Y somos muchos docentes, la mayoría, los que no podemos ver que con los últimos (como con los penúltimos) cambios propuestos, se vaya a solucionar un problema cuya magnitud se nos antoja inabordable desde las estructuras vigentes en el actual sistema. Tampoco creemos que nuestra impresión se deba al hastío o falta de entusiasmo, de motivación, de formación, o de capacidad de esfuerzo. Nace más bien de que diariamente nos apabulla la oprobiosa sensación de que este desaguisado no se soluciona con un simple cambio de leyes.
Por otra parte, es evidente que el recurso a echar balones fuera, pasándose la responsabilidad de unos a otros, no puede ser considerado en serio, amén de que conduce a la división y al desánimo.

También hay que decir que, en mayor o menor grado, la “cuestión educativa” es un tema candente en todos los países de nuestro entorno, si bien una buena parte de ellos lo están abordando con más ahínco que nosotros.
¿Será pues necesario afrontar, humildemente, una revisión de nuestros “intocables e intachables” planteamientos democráticos? ¿O tendremos que esperar a que el maltrecho edificio se derrumbe por completo para empezar de cero?
Tristemente, y como un símbolo de que empieza una nueva época, en el corazón de nuestro mundo moderno, ya “se ha caído el edificio” y ya se ha delimitado una “Zona Cero”.
Es menester pues, abrir bien los oídos y escuchar a todo aquel que, desde el respeto y el rigor, tenga algo que decir. Es una cuestión de prudencia y de responsabilidad de gobierno.

 


Poniendo manos a la obra, ¿qué premisas habría que considerar al abordar la tarea educativa? 
He dicho que nos encontramos ante la dificultad de no encontrar sentido al esfuerzo, y que esto afecta a todos los alumnos –y no sólo a los alumnos—sean “fracasados o exitosos”. Pero aún siendo este el problema a combatir, en la práctica urge dar una respuesta a la gran pérdida de productividad que suponen los alumnos del grupo “desfavorecido”, por las continuas fricciones que causan al sistema. Sólo por este aspecto de la cuestión, me centraré primeramente en ellos en esta parte del discurso.

“La educación cambia a las personas”. Esta afirmación, que a pesar de las dificultades que experimentamos a diario en nuestra labor docente, muy pocos se atreverían a contradecir de una manera absoluta, es, en la simpleza de su formulación, el punto de arranque fundamental de nuestra tarea.  
Afirmar la posibilidad de cambio del ser humano no es algo inútil por obvio que pueda parecer dicho enunciado, se trata más bien de una forma de recordar cuál es el sentido de nuestro trabajo. Esa afirmación tampoco es una cosa del pasado ya perfectamente incorporada a nuestros hábitos democráticos, sino que, por el contrario, tiene hoy más actualidad que nunca, al haberse multiplicado en nuestra sociedad del conocimiento las formas de pobreza ligadas a la dificultad de acceso a la formación. Y recordar que nadie queda excluido de ese principio general, es situarse en la realidad con absoluta sensatez. Tener eso claro, cuando en el día a día nos encontramos con tantos casos alarmantes, nos dará la fuerza necesaria para afrontar cambios esperanzadores en nuestro modo de concebir e interpretar nuestra tarea docente.
Por otro lado, vivir y transmitir a estos alumnos este convencimiento, y por tanto, nuestra fe en sus posibilidades, conlleva en sí mismo una acción transformadora sobre estas personas, tanto más poderosa, cuanto más vivamos nosotros la radicalidad de esta afirmación.





Un primer obstáculo que nos encontramos para lograr el objetivo señalado de influir en cada alumno para que aproveche sus cualidades, es el rechazo afectivo que las fosilizadas enseñanzas académicas suscitan en gran parte del alumnado.
Las aportaciones de la psicología cognitiva ponen en evidencia la imbricación de las potencias intelectivas con el mundo afectivo-social. E inversamente, una correcta ordenación afectiva depende mucho del grado de adaptación de los patrones cognitivos a la realidad, esto es, de la construcción sin distorsiones del universo mental.
Esto es así hasta el punto de que no se puede abordar una educación eficaz de ninguna de estas dos esferas sin considerar la otra.
En el campo de la clínica se ha constatado en los últimos años que la eficacia de una terapia psicológica, pasa por incidir en las tres áreas básicas del edificio psíquico, la afectiva, la volitiva y la cognitiva. Si bien desde la psicología cognitiva se alcanza una explicación satisfactoria del porqué de las principales desviaciones del patrón “normal” de conducta, es necesario recurrir al conductismo para corregirlas. O sea, la persona tiene que llegar a poder vivir “como una persona normal”, con una afectividad encajada, antes de que, aun conociendocuál es su problema, pueda recuperar el equilibrio personal. Se requiere pues, poner a punto el engranaje que posibilita el funcionamiento, como un todo, de las tres esferas de la personalidad. Se ha de realizar un adiestramiento de la persona para que llegue a conocer la solución al problema, pase después a desearla y llegue por último a conseguir vivirla.

Cuando intentamos recuperar a los alumnos desmotivados de bajo rendimiento, nos encontramos que, a pesar de nuestros denodados esfuerzos, no conseguimos movilizar sus voluntades en una dirección constructiva para sí mismos y para la sociedad. Por supuesto, es ingenuo pensar que su problema es que, sencillamente, no quieren esforzarse, y prefieren una vida cómoda, aunque sea a costa del trabajo de otros.
Aunque, de hecho, eso es lo que hagan algunos, (lo cual constituye una de las grandes dificultades del proceso evaluador), el camino hasta llegar ahí no procede de una decisión consciente y premeditada de vivir de esa manera, como si fríamente calcularan que esa opción es “más rentable”. Antes bien, una serie de dificultades les van alejando de las vías de crecimiento  intelectual socialmente útiles y, como consecuencia, se acomodan a ese “rol” lo más dignamente que la sociedad se lo permite, lo cual suele adoptar la forma de “yo sí que me lo monto bien”, que suele llevar adosadas una serie de conductas narcisistas que entorpecen bastante la dinámica de las aulas.
Sin embargo, la realidad de estos chicos es bien distinta. No están contentos con su situación, no les gusta ser una carga, pero ante la dificultad que experimentan para superar esto, y precisamente por el dolor que les produce asumirse así, prefieren fingir lo que no son y hacerse pasar por “una juventud rompedora”.
Su incapacidad para salir de la dificultad tiene mucho que ver con una serie de pensamientos negativos que les “zancadillean” en sus intentos de coger con responsabilidad las riendas de su vida.
Si de verdad queremos ayudarles, haciéndoles autores de su propia formación, debemos reeducar su forma de pensar, reconduciéndolos a una visión de las cosas más esperanzada, donde puedan creer, de un modo realista, en sus propias capacidades de desenvolvimiento. Con esto, les estaríamos enseñando a conocer la solución a su problema de desadaptación.

Para esta tarea, las aportaciones del cognitivismo nos proporcionan una gran ayuda. Su taxonomía de las distorsiones cognitivas nos aclara el origen del malestar de nuestros alumnos y nos orienta en su reeducación.
Y aunque, como decíamos, esto es urgente en el grupo de alumnos menos adaptado, la falta de realismo culturalmente asumida, y su repercusión en el mundo afectivo, está causando estragos también en el resto de los alumnos. Aunque los aspectos educativos ligados a esta deformación cultural son muy diversos, de momento lo consideraremos tan sólo desde la merma de rendimiento que se asocia con una cierta desafección por lo académico, y que entorpece el desarrollo del aprendizaje autónomo.
(Respecto de la incidencia de esta variable psico-social en profesores y demás colectivos implicados en la educación, lo abordaré más adelante).
De modo que, cuando se aborda el modo de reeducar el universo mental y afectivo del alumnado, además de perseguir el “reenganche” del colectivo en riesgo de abandono, se está también procurando la optimización del esfuerzo educativo con el resto.
En las siguientes líneas se presentan esos errores de pensamiento en forma de un decálogo. Por formar parte de nuestra propia cultura, tales errores suelen pasar inadvertidos, y de esa forma causan verdaderos estragos en la vida de las personas, restándonos capacidad de disfrutar, y en un momento u otro de la vida, llevándonos a trastornos severos que lastran penosamente nuestra existencia y la de la comunidad. El saber que encierra ese decálogo constituye una auténtica joya cultural que todo el mundo debería conocer y disfrutar, y es una síntesis depuradísima del pensamiento psicológico. Es un instrumento potentísimo para el bienestar de nuestros contemporáneos.
Esta herramienta ha llegado a nosotros como la aportación fundamental de la corriente cognitivista, que hoy en día ayudada por el conductismo, está siendo un bálsamo de inapreciable eficacia para aliviar el dolor sordo e insidioso que afecta a tantos ciudadanos, y que está socavando nuestras sociedades de manera silenciosa y degradante.
Familiarizarse con este decálogo, tener la valentía de asumir los cambios culturales que conllevaría su asimilación, sería una inversión educativa de enorme trascendencia para la salud y prosperidad de nuestros pueblos.
Hasta el más pequeño intento por enseñar a nuestros alumnos esta guía del buen pensar, reportaría para ellos, y para la sociedad en general, un beneficio inmediato y de alcance insospechado.
Dado que los alumnos no tienen aún la suficiente madurez para rentabilizar este recurso, su uso adecuado consistiría en que su profesor les mostrase en sí mismo los beneficios que reporta. En cualquier caso, aunque la potencialidad de esta herramienta sea mucho mayor, los resultados de su introducción en las aulas serán siempre visiblemente positivos, y de tanto mayor calado cuanto más se adiestren alumnos y profesores en su manejo.


Decálogo de las distorsiones cognitivas[3]

1.                Pensamiento todo-o-nada: Ver las cosas en blanco-o-negro. Perfeccionismo.
2.                Generalización excesiva: Un solo hecho negativo lo vivimos como un completo modelo de derrota personal.
3.                Filtro mental: Escogemos un solo detalle negativo y nos fijamos exclusivamente en él. Sería como la gota de tinta que tiñe toda la jarra.
4.                Descalificación de lo positivo: Rechazamos las experiencias positivas insistiendo en que “no cuentan”, por una u otra razón.
5.                Conclusiones apresuradas: Interpretamos negativamente las cosas sin que se dé una fundamentación sólida para hacerlo.
a.                 Lectura del pensamiento: Decidimos arbitrariamente que alguien está reaccionando de modo negativo con respecto a nosotros, y no averiguamos si en realidad es así.
b.                El error del adivino: Prevemos que las cosas resultarán mal, y estamos convencidos de que nuestra predicción es un hecho ya establecido.
6.                Catástrofe (magnificación) ó minimización: Exageramos la importancia de las cosas (como, por ejemplo, un error nuestro o el logro de algún otro), o reducimos las cosas indebidamente hasta que parecen diminutas (nuestras propias cualidades más notables o las imperfecciones de otro).
7.                Razonamiento emocional: Suponemos que nuestras emociones negativas reflejan necesariamente lo que son las cosas en la realidad. El razonamiento que hacemos sería: “Yo lo siento así, luego es verdad”.
8.                Enunciación debería: Intentamos motivarnos diciéndonos: “debería”, ó “tengo que”, ó “no debería”, como si fuésemos niños “malos” a los que si no se les castiga no se puede esperar que hagamos algo bueno. La consecuencia emocional de esta forma de pensar es el sentimiento de  culpa. Y cuando aplicamos este tipo de enunciación a los demás lo que sentimos es irritación, frustración y resentimiento.
9.                Etiquetación y etiquetación errónea: En lugar de describir el error que hemos cometido, lo que hacemos es ponernos una etiqueta a nosotros mismos: “Soy un perdedor” (no sirvo para nada, soy un inútil). Cuando la conducta de alguien no nos sienta bien, le ponemos otra etiqueta negativa: “Es un cretino”. La atribución de etiquetas erróneas implica la descripción de un hecho con un lenguaje muy vívido y con una gran carga emocional.
10.           Personalización: nos vemos a nosotros mismos como la causa de algún hecho negativo externo del cual, en realidad, nosotros no hemos sido básicamente responsables.


El bosquejo de estos descubrimientos psicológicos que estamos haciendo, tiene por objeto ayudarnos a optimizar los itinerarios educativos. Y también a repensarlos en términos más realistas.
Para ello es necesario, como decimos, un cambio de mentalidad educativa, a lo que va asociada de manera directa un cambio de mentalidad docente. Ha de recuperarse en el ámbito educativo la confianza mutua como motor de cambio social.
Con el restablecimiento de la cordialidad en las aulas como marco de trabajo, se llevan a cabo actualmente importantes investigaciones en el campo pedagógico. Esta idea también está suscitando diferentes iniciativas que la incorporan como paso previo para la solución de los problemas endémicos del sistema educativo.
El texto que se presenta a continuación se ha sacado de un Programa para la mejora de las habilidades lingüísticas, elaborado para la Consejería de Educación del Principado de Asturias por el propio autor en el año 2000.


                   Proyecto para el desarrollo del hábito lector                                                                                                                                                                                 “¿Quién encierra una sonrisa?, ¿quién amuralla una voz?”

Muchos libros se han tenido que leer para poder hacer la bomba atómica...
Sin embargo, bastó la intuición del genial poeta Miguel Hernández, hombre apenas instruido, para legarnos en dos versos una herramienta más poderosa que la bomba atómica para transformar la realidad:
La potencia del mensaje está en unir el afecto con la palabra; y resaltar su importancia como baluartes de la libertad.

La palabra…
Y en general el idioma, contribuye decisivamente al bienestar individual y social. Se desprende de aquí que un aprendizaje significativo de las destrezas de expresión y comprensión propias del lenguaje a edades tempranas, impulsaría el anhelado cambio educativo y cultural.
A pesar de la importancia del lenguaje, constatamos la enorme carencia que, en el desarrollo de la capacidad lectora – en su sentido más amplio—, padecen nuestros escolares y, por ende, nuestra sociedad.
Superar esa barrera, resultaría de trascendental importancia en estos tiempos, en que las nuevas tecnologías brindan a quienes poseen un mínimo de habilidades cognitivas, un horizonte de insospechado alcance.


El afecto...
Partiendo de la premisa de que aprender a leer y aprender a pensar, son caras de la misma moneda, creemos que no se avanzará en dichos procesos mientras el individuo no tenga satisfechas dos necesidades básicas previas, a saber:
El sentimiento de pertenencia a un grupo; y el reconocimiento de la propia identidad.
En el primer caso se hace obvia la necesidad de una adecuada socialización, como condición para una maduración personal.
Igualmente importante, ya en el segundo punto, aparecen la conquista de la autoestima y la auto-confianza, que al principio se construyen a partir de la imagen de nosotros mismos que nos devuelven los demás.
En ambos casos, la argamasa que da cohesión al proceso es el afecto.

Pero no nos basta con que el niño, o el adulto, lean. Queremos que su lectura sea fecunda, o sea, que les sirva para colaborar en la construcción de una sociedad más justa. Y sólo si se alcanza ese objetivo, la palabra habrá sido un instrumento constructivo, un instrumento liberador.

Esa observación nos lleva a relacionar este objetivo lector con la propuesta de contenidos reflejada en los curriculum de nuestro sistema educativo:
El tercer bloque hace referencia a la adquisición de actitudes, valores y normas que constituyen el cimiento de nuestras democracias, y que desarrollan principios como la capacidad de diálogo, la tolerancia, la solidaridad, la responsabilidad, la participación y el espíritu crítico.
Dichas actitudes son sólo posibles a partir del descubrimiento del otro, como alguien que tiene unas necesidades, unos intereses, y unos sentimientos tan legítimos como los nuestros y que es preciso descubrir y respetar.
Es por ello que una campaña de estimulación del hábito lector no se puede desvincular, ni ser un mero apéndice, de los objetivos del currículum oficial, antes bien, debe servir para ahondar en ellos y según sea esta influencia así será su utilidad.

Si en todo momento es útil hacer una evaluación de los logros del sistema, ahora es más necesaria que nunca, pues con una simple mirada al estado de las cosas, nos encontramos con dos rasgos muy preocupantes:
El primero, la dificultad de nuestros alumnos de todos los niveles para la comprensión y expresión oral y escrita.
El otro, igualmente alarmante, la escalada de situaciones conflictivas que deterioran la convivencia.

Los versos de Miguel Hernández iluminan esta situación anómala, haciéndonos caer en la cuenta de  que ambos hechos van asociados, la voz (o mejor la palabra) y la sonrisa, la vida intelectiva y la vida afectiva.
La gravedad de estas deficiencias educativas, medida por su repercusión en la organización de la vida social, viene a ser algo así como una vía de agua en la línea de flotación de un barco.
De manera inmediata, ambas situaciones deberían ser consideradas como emergencias educativas.
En estos momentos, cualquier tarea en el mundo de la educación que obvie esta amenaza, es vana y estéril.
Lo dicho hasta ahora, ahonda en la interpretación de que el actual fracaso educativo en los objetivos básicos del respeto y la capacidad de diálogo, tiene su origen en la disociación antinatural entre las esferas cognitiva y afectiva.
El poeta lo tiene claro: La palabra sí, pero con amabilidad.

¿No estaremos muchas veces enseñando una palabra aséptica, desposeída de su valor para hacer el bien o para hacer daño? ¿Y no será ésta la razón por la que a nuestros alumnos les aburre leer? ¿Les explica alguien el sentido de las cosas para que puedan “entender un texto”? ¿Se puede –no digo ya penetrar, sino tan siquiera sospechar la existencia– del alma humana ignorantes del sentido moral que tienen nuestros actos?

Tenemos una tarea ardua por delante. Hemos insistido mucho en la instrucción, pero eso hoy en día es lo mismo que enfrentarse a problemas nuevos con soluciones viejas.
       Si queremos que las instituciones educativas sean un instrumento real y eficaz de emancipación, debemos empezar por convertirlas en ámbitos donde se enseñe a convivir y donde se propicie una comunicación real que haga posible la cooperación, paso obligado para una auténtica ciudadanía, que es el objetivo educativo primordial.






















Hemos señalado las carencias que afectan a todo el “edificio de la educación”. Pero a quien más afectan es al ámbito universitario, pues los defectos estructurales del sistema desde su base, han ido “deformando” durante todo el período pre-universitario  a los estudiantes, haciendo más difícil afrontar reformas de hondo calado.
El autor lleva más de un cuarto de siglo en las aulas, intentando trabajar con sentido común y con ánimo de ayudar a todos los alumnos. Por increíble que parezca, esa simple pretensión ha resultado a menudo inaceptable para las consignas pedagógicas al uso, obligándole a pasar por bastantes penalidades en ese tiempo.
A pesar de que “su experimento” le salió caro en bastantes ocasiones, a la postre resultó ser la vía óptima para madurar en la profesión y adquirir una sabiduría pedagógica real y eficaz, fruto de la cual está empezando a obtener una cosecha abundante de satisfacciones.

En las páginas siguientes se narran algunos hallazgos de esa carrera, que presenta los rasgos propios de una auténtica investigación de índole cualitativa, aún sin concluir, pero ya fecunda y con una gran proyección en el campo de la Innovación Educativa.
(El relato que aparece a continuación es el primero de una serie de ellos que se integran en un estudio Biográfico-Narrativo en torno al Currículum de una Facultad de Educación)

 


La Vida me despertó en un hotel de Houston para decirme que mi padre había muerto.
Después de tres semanas visitándolo en la UVI, este desenlace terminó por romper mi frágil equilibrio personal.
Me costó mucho aceptar mi enfermedad, y atravesé momentos críticos. A punto de ahogarme, recurrí a mi fe de niño. Destroné a mi “brillante” inteligencia y la obediencia pasó a ser mi pedagogo. Una cerilla alumbró apenas el camino tortuoso.
Devine maestro de escuela de calor. Obtuso, mi madre anciana tenía que ayudarme a preparar las clases. El aula era el circo de los leones. Alrededor lluvia y frío invernal. Solitario al mediodía desgranaba Padrenuestros, y prodigiosamente las fieras amansaban.
Veinte años sin poder “soltar las muletas”, trabajando duro intentando amar, me devolvieron la razón.

Alarma la persistente pedagogía que no logra “tocar” a los alumnos, dejando enterrados sus talentos.
La alta morbilidad de los trastornos del ánimo entre los docentes, invita a trabajar sobre su competencia emocional. Mejoraríamos su bienestar y optimizaríamos su eficacia docente y orientadora. Por su virtualidad integradora  promoveríamos también la inteligencia creativa.
En cuanto a los universitarios, es general su dificultad para concentrarse. Es un hándicap permanente, reflejo asimismo  de la inestabilidad del ánimo.
Por esa inquietud común, en aquel curso había terminado por enturbiarse nuestro ambiente de trabajo. El martes de carnaval yo tenía que lidiar esa situación enrarecida. Había preparado la clase concienzudamente. Faltando diez minutos para el final, mientras trabajaban contentos, me apoyé distraídamente en la pizarra para quitarme un zapato. Después el otro. A continuación me quité el jersey y me quedé en camiseta. Y luego en pantalones cortos. De esta guisa, alguien me preguntó acerca del significado de “appeal”. Inmediatamente me vino una anécdota a la cabeza,  y dije: “Habrán oído sex-appeal , fíjense que una profesora en el instituto me dijo que yo no tenía sex-appeal”. Aproveché lo cómico de la situación, sobreactuando con adjetivos e interjecciones como it was unbelievable!, y lo hice todo sin solicitar su complicidad, sino actuando como si el contexto fuera normal.  Acto seguido, me enfundé en su presencia un traje de arlequín artesano, de muchas texturas y vivos colores,  y me maquillé. Mi pericia sorprendió a mis alumnos. Al final, solicité su aplauso y nos despedimos. La performance, sin hacer dejación de mi rol académico, fue impactante para ellos, que esperaban un profesor a la defensiva dadas las circunstancias.

Igual que enseño evalúo: observando las circunstancias,  y dando  lo mejor de mí mismo. Mi juicio evaluador será una rúbrica que se irá enriqueciendo en función de mi confianza y compromiso ante el futuro.
Mi acción investigadora confirma que no se obtienen mejores resultados en educación con un sistema muy reglamentado. La mejora docente viene por sí sola si se mantienen las actitudes personales que promueven el cambio favorable: esfuerzo responsable, diálogo y coherencia. Esta sobre todo, pues enfrentarse al miedo trae la libertad, y con ella viene la creatividad y la Innovación Educativa.
La experiencia que he narrado es un ejemplo de cómo se enseñan las competencias, pero por tratarse de un concepto dinámico, no es viable una evaluación de las mismas basada en una taxonomía de indicadores. El error siempre estará presente, combatirlo es asumirlo, y pasar sin complejos de doctrinas enrevesadas –Evaluación/Co-evaluación, a la más simple de Razón/Co-razón.

Después de esa breve y literaria presentación de mi filosofía de trabajo, paso a continuación a presentar las conclusiones que resumen los datos parciales obtenidos en las investigaciones asociadas a mi carrera docente en relación con el tema de la innovación educativa.                                                                               







Recientemente, se ha empezado a hablar en el campo de la educación de la Pedagogía de la Vida Cotidiana. Mis propuestas metodológicas sobre innovación, tienen mucho que ver con este enfoque.
Nuestro modelo económico, la globalización y las migraciones, el riesgo-planeta, y la peculiar toma de conciencia de la propia dignidad, conforman un escenario inestable. Y el mundo lanza un SOS que nos llega a los educadores con especial urgencia.
Se achaca a las instituciones educativas estar ancladas en el pasado, y acomodadas. Se les recuerda su responsabilidad social. Y se les apremia para formar individuos creativos que sepan dar respuesta a los nuevos desafíos que plantea la subsistencia.
En la educación superior se habla de mejorar la empleabilidad. Para poder hacerlo se ha introducido a la universidad dentro de un marco europeo y se han tomado medidas de adecuación al mismo. Entre ellas es muy relevante la definición de los objetivos educativos en términos de competencias (del inglés competency), que supone la consideración del saber ligado a  un contexto de aplicación. Tiene mucho que ver con cierta idea de progreso
Como una parte de dicho progreso hace referencia a cuestiones como sostenibilidad, igualdad, cooperación, etc., se habla también de competencias inducidas del entorno, que aunque no tienen porquéestar explicitadas en el Plan de Estudios, dan cabida de hecho a todas las potencialidades humanas, apoyando una concepción de la educación superior cada vez más integradora.
Hay que decir, no obstante, que después de cuatro años, la concreción de los objetivos  no está tan clara, y en muchas ocasiones se desdibuja esa inicial intención de configurarlos en función de los contextos profesionales. Asociado a esto, tampoco quedan claramente definidas ni la metodología, ni la evaluación consiguientes.
Sabemos que en la definición operativa que pretenden aportar las competencias se encuentran implicadas distintas esferas de actividadhumana. Además de conocimientos se requieren también actitudes, destrezas, etc., pero no hay mucho acuerdo en cuanto a cuáles son las “combinaciones ganadoras”, ni está claro que las fórmulas conseguidas garanticen el fin práctico para el que fueron pensadas.
Estamos buscando algo así como la piedra filosofal. Pero entretanto, nos hemos metido en un impasse que no contribuye precisamente a calmar las aguas.  
Es cierto que la compleja trama socio-económica  demanda una creciente capacidad de relacionar en todos los trabajadores, y no ya sólo en una élite pensante, lo cual apunta a la idoneidad del enfoque competencial. Y parece crecer la conciencia de que la respuesta a esta exigencia supondría introducir un cierto cambio de mentalidad educativa.
Pero la historia muestra que es muy difícil modificar el funcionamiento educativo. Y aunque estamos de acuerdo en que es necesario, cabría preguntarse por prudencia qué cambios razonables puede asumir el sistema.
Innovar es hacer las cosas de una manera distinta mejorando la eficiencia. Para ello tiene que haber alguien que se enfrente a la incomprensión inicial, y a la incertidumbre del fracaso. Pero se necesita  ser valiente para vivir a la contra, y aún así es posible que se termine desistiendo por la presión de la moda.
La actitud de franco-tirador es una tentación permanente. Para superarla, deberíamos prestar mucha más atención a los proyectos que, desde la base del compromiso, la responsabilidad social, y el diálogo, supongan salidas reales en la actual encrucijada educativa.
Como fruto de mi trabajo en la descripción de las bases para una innovación educativa viable, presento las siguientes consideraciones:
La idea central de mi propuesta es que para innovar no basta un buen proyecto técnico. Alcanzar un consenso en la formulación de los objetivos en términos de competencias, por ejemplo, no bastaría  para que los alumnos adquirieran de hecho saberes “productivos”.  En “carne propia”, podemos asegurar que la educación no avanza a golpe de decreto. Constatamos más bien que el tejido social circundante la hace avanzar o tropezar. Las instituciones educativas no lo pueden todo en la formación de los ciudadanos, ni mucho menos. Un sujeto tiene siempre ámbitos de desarrollo al margen del contexto escolar. En las obligaciones del hogar, sin ir más lejos. Algo tan sencillo como eso supone un componente educativo tremendo, e imprescindible en una formación de calidad. Así, es pertinente la observación que encontramos en cierta película actual, en la que un hombre joven se jactaba ante su chica, y ésta le corrige: “no se es más hombre por tener éxito con las mujeres o decir más tacos, sino por cuidar de tu madre enferma”.
Del valor educativo de esos otros “ámbitos”, puedo decir que en las tantas “horas muertas” de la infancia, mi tío me enseñó a pensar retando mi ingenio con mil gracias, mi padre me instruyó en la reflexión y el método con sus silencios, y mi madre espabiló mis sentidos –externos e internos- para observar y gustar la riqueza del mundo que nos rodea. 
Adiestrado como estaba a buscar conocimiento, al  llegar a la universidad aborrecí estudiar textos deslavazados, y me las apañé como pude. Ya de maestro, me espantaba aburrir a los alumnos, y me arriesgué mucho compartiendo con ellos mi entusiasmo por discurrir. Esta actitud de libre pensador me trajo problemas, pero también me hizo más fuerte, y a la postre, el tiempo me está dando la razón.
Dado que innovar tiene un riesgo, los agentes del cambio sólo podrán surgir de una sociedad que ame de veras la libertad, pero no sólo sobre el papel, sino a precio de su comodidad, e incluso de sus vidas. Y este compromiso ético no se improvisa, sino que se fragua en el día a día de una vida tomada en serio, y en la que las relaciones humanas basadas en el respeto y el diálogo real, incluso con los que no tienen voz, sean el sólido fundamento de la sociedad. Tan sólo perseverando en ese estilo de vida virtuoso, tendremos posibilidad de éxito. Porque no hay bienestar social perdurable a costa de otros.
El tipo de formación que propongo para la institución académica, pasa obviamente por el estudio, pero también por la atención a esos otros aspectos vitales juzgados, erróneamente, como marginales o irrelevantes para el progreso social.
Aclaro, por si no se ha percibido del todo la importancia de este planteamiento, que nuestra realización en esas áreas extra-curriculares antes mencionadas, supone, en la mayoría de los casos, un esfuerzo  heroico. En contrapartida,  su contribución al éxito personal y colectivo estará muy por encima del esfuerzo invertido. Este es un camino seguro de perfeccionamiento, durante el cual se irán afinando las cualidades relacionales últimas, se desarrollará un ajustadísimo discernimiento sobre lo que conviene a cada situación social, y, como fruto maduro, se alcanzará un grado de ejecución excelente[4] en la tarea.
Si a las distintas realizaciones de nuestra capacidad relacional se las denomina competencias, la síntesis más excelente de todas ellas es la creatividad, entendida en su sentido amplio de capacidad especial adaptativa que todos podemos desarrollar. Hacia ésta se dirigen las miradas de los empresarios, y ahora, forzadamente, las de los responsables educativos.
La formación que se venía impartiendo descuidaba la unidad de sentido entre las distintas materias. Además, se priorizaban con mucho los conceptos científicos, sin demasiada vinculación con los contextos de aplicación. Se confiaba en que ese conocimiento práctico se adquiriría en otros ámbitos. Y ahora vemos que no es así. Y también que el gran esfuerzo inversor que realizamos no produce una riqueza proporcional. Una buena formación científica por sí sola no basta. El progreso social tiene otros caminos, como el aquí propuesto, que también hay que desbrozar.
Como prueba de esto, estamos viendo que las empresas modernas reclaman técnicos con cualidades humanas[5] probadas, porque constatan que son más productivos. Otro ejemplo para ilustrar este punto de vista lo encontramos en Cervantes, que alumbró el Quijote en la madurez, después de un largo periplo vital cargado de esfuerzo.  Estos sencillos ejemplos nos permiten ver cómo el trabajo  socialmente útil tiene mucho que ver con la vida cotidiana y su enfoque responsable.
En conclusión, el itinerario formativo que garantizaría la optimización de los recursos educativos, pasaría por un desarrollo integral -cognitivo, afectivo-emocional,  espiritual, moral y físico- procurado con rigor y respetando la especificidad propia de cada área, buscando ejes transversales que mejorasen la sostenibilidad en sentido amplio, y cuidando de alcanzar el equilibrio personal en todo momento,  respetando para ello los ritmos individuales de maduración.
El nuevo orden académico se asemejaría a una Escuela de Vida, y el profesor sería un guía estimado. En el horizonte educativo estaría siempre esa homeostasis creativa del individuo en cada edad. Y la acción educativa alcanzaría su pleno sentido al hacer posible una vida lograda a través de la felicidad propia y colectiva.
Nuestros escenarios educativos han empezado a moverse en esta dirección, aunque queda mucho  camino por delante. Por ejemplo, en la nueva Ley de Educación de Castilla-La Mancha, se asocia el perfil del aula con un “laboratorio de convivencia”[6]. En este símil vemos al docente como un líder que observa y ordena las distintas “reacciones” que se producen en el aula, con un equipo de colaboradores detrás.
Para ilustrar el hecho de que una buena formación no puede “encerrarse” en ningún ámbito, voy a referir  una  experiencia personal que, sí bien en sí no es tan extraordinaria, el modo en que se desarrolló tiene un interés particular en este contexto.
La experiencia es la del triunfo sobre una enfermedad. Y lo peculiar es que librando esa batalla, se realizó prodigiosamente un admirable intercambio, y “mi querida enfermedad” pasó de ser enemiga a ser aliada. Se convirtió en un excelente pedagogo, el mejor para mí, sin duda. Gracias a ella aprendí a vivir, e incluso a pensar con método.
Más concretamente, aceptar mi enfermedad, a través de un largo proceso de experimentación, “ordenado” por una “persuasiva autoridad”, trajo consigo la sustitución paulatina de mis viejos esquemas mentales[7], y la adquisición de hábitos y disposiciones permanentes, promovidos por la obediencia, que me colocaron y me mantienen en un camino de conocimiento excelente.
Se podría decir que la vida misma me enseñó a afrontar los problemas no sólo con mi inteligencia, sino sobre todo con mi corazón. La confianza en el futuro fue el valor añadido que me aportó esa experiencia a priori indeseable.
Y es precisamente esa confianza, la que marca la diferencia de calidad de mi acción educativa.
Creo que  se trata de un hallazgo original y muy importante, y que es, de hecho, el quid[8] de la cuestión de la viabilidad del cambio educativo. Es decir, que innovar exige superar el ámbito restringido de la educación reglada para trasladarse al más amplio de la propia vida. Este “rodeo” sería, paradójicamente, el modo más directo de optimizar el esfuerzo educativo institucional.  
La promoción de la tan deseada innovación educativa implica a toda la sociedad, que debería organizarse para implementar programas que inviten a descubrir, en la propia vida, el sentido educativo que  contienen todas nuestras experiencias, por banales o infructuosas que parezcan. Este es, en definitiva, el desafío al que nos enfrentamos.
Trabajo para contribuir a la superación de los errores educativos más arraigados, pero sobre todo me planteo como meta contagiar mi entusiasmo y ganas de vivir.


























Si la labor docente en las últimas décadas siempre ha estado vigilada, últimamente las miradas de la mayoría se dirigen hacia ella, especialmente en la educación superior, y lo hacen de un modo inquisitorial, presionados como estamos por las graves disfunciones económicas recientes.
Desde las autoridades académicas se pone mucho énfasis en la cuestión de la innovación docente, que de ser mera comparsa ha pasado a primer plano de los intereses políticos y académicos y se ha declarado urgencia educativa.
Si bien la educación superior busca, por definición, nuevos caminos de progreso, en este caso hablamos de innovar en un sentido diferente. Partimos de que el patrón “clásico” de la enseñanza universitaria ha dejado de ser funcional, por lo que se precisa una adaptación a las nuevas demandas sociales.
Antes de abordar el proceso de homologación que supuso la creación del EEES, las universidades españolas no podían competir con muchas otras de nuestro entorno.
Pero con la crisis, el panorama ya no es simplemente de universidades buenas y mediocres. Porque este fenómeno, que nos afecta a todos,  nos obliga a plantearnos qué estamos haciendo mal. Y habrá que esperar para ver cómo se resuelve el problema. Tal vez la salida venga por una re-categorización que nos sea más ventajosa. Me explico.
No deja de llamar la atención que, habiendo alcanzado la ciencia un nivel tan alto, nos sobrevenga esta lacra. ¿A qué es debido?
El contexto global en el que nos sorprende esta amenaza tiene como rasgo más destacado el de un mundo súper-desarrollado que vive de espaldas a un mundo olvidado (Goleman D., El punto ciego. De Bolsillo. Barcelona 2008) A su vez, la desnaturalización que supone ese olvido tiene otros rasgos alarmantes.
Si la exacerbación del pensamiento filosófico condujo al terror que asoló el último siglo, la sedación de la conciencia que la sociedad del bienestar trae consigo, nos lleva al desdén por toda búsqueda de sentido, y nos torna agresivos, o bien nos deja como niños indefensos, ante la más leve amenaza de nuestro microcosmos.
Esto hace que de dueños nos convirtamos en esclavos de nuestros “tesoros”. “Sólo me importa lo mío”. El sentido ciudadano se debilita, se empobrece la comunicación, y la salvaguarda del bien común se falsea.
La pérdida de la libertad es la consecuencia más dramática de este modo de entender la vida. Nuestras sociedades, que se han edificado precisamente desde el anhelo de libertad, se desmoronan. Paradójicamente, la “sociedad del conocimiento” resulta ser más insegura.
En este contexto sería suicida ceder a las pretensiones de los países más ricos, que nos apremian a esforzarnos para intentar como sea que el sistema no se hunda. Dada la naturaleza del problema, ya no hay vuelta atrás. Los enormes sacrificios que tendríamos que hacer, no servirían más que para alargar la agonía del sistema. Iríamos de crisis en crisis, hasta morir en la orilla.
 En los foros universitarios se comenta la poca madurez del alumno medio. Incluso los mejor formados, adolecen de las cualidades humanas básicas que el mundo laboral reconoce hoy como indispensables (responsabilidad, iniciativa, etc.). La cuestión crucial es cómo enseñar esas cualidades.
La respuesta traspasa las fronteras académicas. Es un desafío social, y supone ni más ni menos que repensar el conocimiento.
A continuación voy a desarrollar estas ideas.




Todavía inmersos en un gran esfuerzo por modernizar nuestras universidades, nos sobresalta el grave sonido del cuerno de la crisis, que nos urge a una nueva campaña: la de la innovación docente.
A semejanza de un ejército maltrecho que trata de recomponer sus filas, se oyen muchas voces dispares y se echa de menos una que aporte calma en medio del desconcierto.
La incertidumbre ante el futuro pesa sobre nuestra capacidad creativa, y se ralentiza así la reacción necesaria para salir del bache.
En este contexto, se tiende a hablar de la innovación como de una asignatura pendiente. Según esa idea, introduciendo algunos cambios, formaríamos la clase de profesionales que la sociedad necesita. En otras palabras, mejoraríamos la empleabilidad de los graduados.
Los profesores somos conscientes de que la educación superior tiene cosas que mejorar. Pero, por otro lado, no acabamos de ver cómo abordar el asunto de la innovación, estando además, como están, las cosas tan difíciles.
Clarificar los aspectos que se pueden modificar, y el sentido del cambio, sería un primer paso.


Los hallazgos científicos que impulsaron la historia, o las obras de arte que se anudaron para siempre a la memoria de la humanidad, han tenido probablemente un origen a medio camino entre el trabajo bien hecho y algo que se escapa a nuestro control, a lo que podríamos llamar “destino”.
De manera semejante, se podría decir que los grandes fracasos de las sociedades humanas, no pueden ser explicados enteramente por  errores de los individuos.
Esta forma de ver las cosas, a duras penas podría contradecirse. Y, sin embargo, su asunción simple y llana, tiene grandes beneficios desde todos los puntos de vista.
Desde el ángulo que nos ocupa, nos ayuda a resituar el tema de la excelencia en un marco mucho más realista y asequible.
Cuentan que, después de llenar Einstein tres pizarras con una demostración, un alumno “le descubrió” un error, a lo que el sabio replicó: “Si, lo mío es pensar, no calcular”.
La excesiva preocupación por la perfección, nos merma facultades. En un nivel menos elevado, nos cargamos de responsabilidad al enseñar nuestras materias, como si una laguna de conocimiento fuese a dejar una falla indeleble, y de consecuencias irremediables.
Nosotros mismos revestimos nuestra profesión con una gravedad que nos limita mucho. Perdemos de vista fácilmente que, en principio, todos queremos lo mejor para nuestros alumnos, y hacemos lo que en cada momento entendemos que es lo mejor para ellos.   Y esta afirmación incluye, por supuesto, intentar corregir nuestros defectos como docentes.
Eliminar ese factor de presión innecesario (“no puedo fallar, y si fallo, que no se note”), optimizaría nuestra capacidad docente.
Esta es una vía de mejora muy prometedora a la hora de innovar.
Es también clave al situar nuestro tema en el delicado momento actual, proporcionando valiosas pistas al profesorado ante el reto de una exigencia laboral aún mayor.
Una segunda vía nos la proporciona fijar la mirada en las personas para las que, directamente, trabajamos: nuestros alumnos.
¿Qué ciencia queremos enseñarles hoy a los universitarios de la vieja Europa? ¿Quiénes son, y cómo viven, estas personas que llegan a nuestras aulas? ¿Cuáles son sus intereses, qué esperan encontrar?
La palabra universidad está rodeada de un halo mágico. Cualquiera que la pronuncie la siente como algo suyo, y le evoca un sentimiento de orgullo y de alta dignidad. Y es justo que así sea, porque su vocación parte de una llamada a la unidad, de la búsqueda de una respuesta de integración armónica de la di-versidad. Nada humano debería quedar fuera de la universidad.
Hoy, como ayer, ésta percepción común, es la gran aspiración que atrae a nuestros estudiantes. Puede cambiar su aspecto, su lenguaje, sus condiciones, pero todos portan, aún sin ser conscientes de ello, ese anhelo de encontrar sentido, de responder a sus grandes preguntas sobre la vida. Desean con ansia encontrar la unidad al rompecabezas que es su vida, y se siente el aula como un solo corazón cuando, más bien por ese “destino” del que hablábamos, acertamos los profesores a permitirles atisbar cómo encajan las piezas de ese puzle. En esos momentos “mágicos”, el silencio se podría cortar.
Esta evidencia nos sugiere explorar los caminos de lo que de verdad importa, y, por qué no, incluso nos invita a re-andar aquellos que establecen lo que es, y lo que no es, ciencia positiva. En realidad, no estoy diciendo nada nuevo, y las revisiones epistemológicas ya son una realidad, en cuestiones como las nuevas metodologías mixtas, o aquellas que se basan exclusivamente en análisis cualitativos.
El re-pensar el conocimiento es también una cuestión que cobra en la actual coyuntura una importancia tremenda, porque tal parece que nos estamos asomando al agotamiento de una forma de entender la vida, y en todo caso, a un fortísimo cuestionamiento de un modelo económico con siglos de forja intelectual.
No es un desvarío pensar que, si nos hemos ido alejando de esa aspiración legítima de encontrar en la Educación Superior respuestas trascendentes, haya dejado de ser “productiva” la universidad europea de hoy.
Las crisis son ocasiones para el crecimiento, y, sinceramente, nos tenemos que felicitar de tener la oportunidad de enderezar nuestros pasos.
Todos los caminos suponen momentos buenos y malos. No hay motivos para pensar que el que nos toca recorrer ahora vaya a ser peor ni mejor que otros. Ni tampoco nos ayudará forzar esa “anticipación”.
Cuentan que Newton, al ver caer una fruta del árbol que le daba sombra, pensó: “Vaya, alguien tira de ella”, y descubrió la ley de la gravedad.
De un modo natural, sacaremos lo mejor de nosotros mismos, y se nos abrirán puertas de paisajes desconocidos hasta ahora.
Esta es la ciencia que hay que enseñar hoy, la del cultivo esmerado de esa semilla que porta todo mortal, a través de cualquiertipo de experiencias, cada uno dando lo mejor de sí mismo, y afanándose con tranquilidad por perfeccionarse para bien de los demás.
La apertura del currículum al abanico entero de las potencialidades humanas, es una exigencia de estos tiempos, donde se ha hecho evidente que no hay ninguna faceta más importante que el resto para garantizar el progreso. Más bien, apuntan los tiempos a que una formación integral del individuo, prestando atención a los puntos fuertes de cada uno y sus ritmos de desarrollo, y dando a todos la posibilidad de experimentar el éxito, podría reportar a la comunidad la diversidad y versatilidad de recursos humanos que el sistema productivo demanda.
Es esperanzador que se abran debates, donde expertos en distintas disciplinas intercambien sus experiencias. De un diálogo sincero y sin prejuicios, que nos una en esa búsqueda secular de lo genuinamente humano,  podemos sacar luz y fuerza para caminar esta nueva etapa del camino.



De repente afloja el nivel de ruido mediático. El coro disonante de plañideras que nos inquietaba a todas horas, se orquesta para vibrar al unísono, en un acorde “sordo” y grave. Lanzan una acusación y anuncian una desgracia: “Estamos así por flojos. Hace falta apretarse el cinturón.”
¿Y quién es el guapo que se atreve a decir que no? Porque es cierto que a veces nos hemos permitido holgar mientras otros aguantaban la fatiga del trabajo, o pasaban necesidad.
Así que, para no parecer egoístas sociales, o insolidarios, nos callamos y “cargamos con los fardos” extra que nos echen, con la vaga esperanza de vernos libres un día de esta calamidad.
Encima, nos remueve a veces la inquietante idea de que, en realidad, nos vemos así porque hay “otros” que nos están cargando las espaldas, mientras ellos disfrutan de una vida regalada.
Sea como sea, en uno u otro caso,  ya estábamos apurados, y ahora lo estamos más.
Desde luego, en lo que sí hay acuerdo, es en que no es tiempo de lamentaciones, sino de poner manos a la obra.



La explicación casi “unánime” del delicado momento que vivimos, que nos conmina a esforzarnos todavía más, responde a un análisis simple: Algunos no han hecho sus deberes y nos han perjudicado a todos.
¡Hombre! Sería más atinado decir que, quien más quien menos, todos hemos fallado en algo. Pero, en fin, del mundo acá la culpa es huérfana, y no va a ser ahora distinto.
Por otro lado, la precipitación con que se reformó la Constitución, para salvar la situación, hace pensar que el miedo ha inclinado mucho la balanza. Aunque tampoco esto es nuevo.
Ahora bien, como el cambio introducido puede suponer ajustes dolorosos, convendría examinarlo todo, por ver  si las cosas pudieran ser de otra manera.
La crisis es global, como es la economía. Es una falacia que pueda estar causada por un grupo humano, más o menos grande, que no ha estado a la altura. Esta interpretación es maniquea. Y darle crédito conduce a un empeoramiento de la situación.
Sin necesidad de juzgar la responsabilidad individual –allá cada cual con su conciencia- se puede encontrar una explicación plausible de la crisis en una determinada visión del mundo, que, en mayor o menor grado, todos compartimos. Según esta  mentalidad, la centralidad de nuestra acción debe dirigirse a la creación de un bienestar material, descuidando la otra dimensión humana, de la que lo material es subsidiaria.
Las empresas, aunque por razones económicas, han sido las primeras en darse cuenta de este olvido. Ya no seleccionan a su personal empezando por sus “conocimientos”, sino por actitudes o disposiciones que se desarrollan al margen de la ciencia y de la técnica: responsabilidad, empatía, tenacidad, iniciativa,…
En la actual coyuntura, al fallar ese sustrato, se ha ido produciendo en el engranaje económico-social un efecto semejante al fenómeno de las retenciones en una autopista.
Cuando se circula a gran velocidad con tráfico denso, un obstáculo parcial que obligue a una reducción de la marcha, termina provocando una parada de vehículos. La pérdida de impulso inicial, se transmite levemente incrementada de un coche a otro, y al final se colapsa la circulación.
En nuestro caso, la “ordenación del tráfico”, o de las “transacciones” humanas, se realiza adecuadamente en torno a un eje vertebrador que identificamos con el bien común. Las distintas políticas se articulan en torno a él, hasta formar un organismo con capacidad de adaptación. Cada vez que en el uso de la libertad nos dejamos seducir por nuestro interés particular, se ocasiona una pérdida de valor añadido en nuestras realizaciones, sean del tipo que sean. Este empobrecimiento es gradual y progresivo, conduciendo finalmente al fracaso  del sistema.
Un ejemplo. Solicito un servicio. Me lo prestan caro y mal. Me resarzo haciendo yo lo mismo. Y tiro porque me toca.
En los países con más “cultura de consumo” atajan este problema con el recurso a la ley. Pero esto no hace sino aumentar la normativización de la vida social, y con ella el número de litigios. Para acabar en lo mismo, la paralización del sistema.
Cualquier salida a la actual encrucijada, que no contemple este aspecto, sólo conseguirá prolongar la agonía del sistema, y ocasionar más sufrimiento innecesario.
Los hechos económicos recientes, brindan una buena ocasión para tomar conciencia, y suplir, esa carencia que nos frena. 
Ya estamos metidos en un nuevo ciclo económico, marcado por la estrechez. Pero se sale de todo, y los tiempos de escasez suelen ser tiempos también para la creatividad.  La necesidad agudiza el ingenio, se suele decir.
La posibilidad de una recesión a nivel mundial provoca el miedo a lo desconocido. El miedo nos aísla de los demás y nos nubla el entendimiento. Y cada cual se aferra a lo que le ha funcionado anteriormente. Por eso, los países con mayor mentalidad de trabajo, nos apremian a un mayor esfuerzo. Como si de mero esfuerzo se tratase, sin concurso de nuevas ideas.
Pero el caso es que ante su ansiedad, nos hemos plegado sin medir las consecuencias.
Este paso ha sido en falso. Porque la brecha no se ha abierto exclusivamente en los países menos ricos, como si fuera una cuestión de dinero. El componente principal de esta crisis es el “agotamiento” de los recursos humanos, no de los materiales. Un “agotamiento” que apunta al empobrecimiento del sentido ciudadano primordial, del cual arranca toda posibilidad de vida en común, y de vida en general.
Urge introducir el ejercicio de la honestidad en el funcionamiento social. O sea, la formación de una auténtica conciencia ciudadana.
Esto supone un cambio de mentalidad como primer paso a recorrer. En todos los ámbitos, y por supuesto en el mundo de la docencia, donde urge un cambio de mentalidad educativa.
En la vida pública, políticos y comunicadores, ofrecen la imagen  prevalente de la ciudadanía. Sin embargo, en los últimos tiempos, parecen ejemplificar más bien la falta del sentido cívico. Su manera de hacer transmite una especie de hastío: “Lo único importante es llevarse el gato al agua. El cómo da igual. De sobra sabemos de qué pasta estamos hechos. Al fin y al cabo, si no mojo yo en el chocolate vendrá otro a hacerlo”.
La pérdida del respeto, los modales burdos, la banalización de esferas humanas, la ostentación de las imperfecciones, la falta de apoyo o el descrédito a conductas edificantes,…y un largo etcétera de despropósitos y frivolidades en los garantes y custodios del bien común, nos han hecho un flaco favor, tal vez pensando que de esa manera nos “liberaban” de cargas absurdas heredadas de un pasado “cavernícola”.
La ciudadanía se ha ido acostumbrando a esa legitimación de lo bajo, relajando sus exigencias éticas en todo, dejándose convencer de que eso era lo moderno y lo “normal”, y de que salía gratis.
Naturalmente, ahora se está viendo que no. Y no está de más decir que muchos ya llevaban tiempo pagando onerosas facturas, el caro precio del malestar interior. Aunque esto no trascendiera.
Ese malestar, “oculto y vergonzante”, ligado a la pérdida del sentido ciudadano y vital, es una auténtica lacra que tiene muchísimo que ver con el estado en el que nos encontramos. Se ha adosado como una rémora a nuestra forma de vida, debilitando hasta el extremo nuestra capacidad de crear riqueza, y de adaptarnos a los cambios,  y socavando inexorablemente, de manera silenciosa y degradante, las bases de nuestra sociedad.
Uno de los síntomas más elocuentes de esta “enfermedad” es la pérdida del sentido del humor, o de la alegría. Y el apoderamiento de las conciencias de un sentido fatalista del porvenir. Otros síntomas comunes son la depresión y la ansiedad, las adicciones, el aislamiento, la inmadurez. Este “modo de estar”, que no se ve, tiene consecuencias muy negativas en la economía. Es un factor paralizante, que está presente en todo, que se asocia con el temor y abona el terreno para las prácticas deshonestas y, por tanto, insolidarias y disgregadoras.
Una crisis mundial, como la que vivimos, no aparece de la noche a la mañana. La locomotora del “progreso” ha ido perdiendo gas poco a poco. El “estado del bienestar” ha ido pasando al baúl de los recuerdos, y en su lugar se ha ido instalando una especie de amargo desinterés por la cosa pública, y una afanosa búsqueda de pequeños oasis de felicidad.
Como, por ahora, parece irremediable que sigamos con los mismos esquemas de funcionamiento social, aunque con más vigilancia, convendría que trazásemos un itinerario paralelo al económico, que vaya preparando el cambio necesario.
Anhelamos tener una universidad con medios, que nos permita investigar y dar a la sociedad lo mejor de nosotros mismos. Pero por el momento nos vemos sobrecargados, con muchas responsabilidades y pocas gratificaciones. Y en un ambiente que no propicia la confianza.
Uno se pregunta hasta cuándo tendremos que trabajar así. Y si merecerá la pena tanto esfuerzo. Porque, además, tampoco recibimos muchas alegrías fuera de la universidad. Naturalmente, todas estas cosas pesan en nuestro ánimo a la hora de trabajar, y muchas veces salimos con la sensación de que no estamos aportando mucho.
Si miramos en torno, y nos comparamos con otros centros de nuestro entorno europeo nos deprimimos más aún.
De modo que el panorama se nos presenta más bien “cuesta arriba”.
En este clima, que alcanza a todos los sectores universitarios, la única alternativa viable es que cada uno se imponga como meta vivir el día que la vida le regala como si fuese el último. Hacer oídos sordos a las voces interiores que tiran de uno “hacia abajo”, y esperarlo todo de la vida. Al fin y al cabo, todos tenemos la experiencia de que las cosas que más nos llenan nos han llegado como un regalo.


Basándome en una metodología biográfico-narrativa incipiente, he acumulado los resultados de varios años de aplicar la hipótesis a contrastar, y he obtenido resultados óptimos, muy superiores en calidad a los que hubiera esperado en las “pésimas” condiciones personales en las que comenzamos a aplicar ese nuevo enfoque.
Dirigido el experimento a recuperar la confianza en el futuro, fueron necesarias las siguientes etapas:
 Vencer los escrúpulos y los temores para poner por delante de lo propio lo que beneficia al bien común, uniendo voluntades, por encima de los sentimientos que nos separan.
 Atrevernos a secundar las llamadas del corazón para construir lo bello, buscar lo verdadero, y entregar la vida por un ideal que merezca la pena, movidos por un espíritu de paz.
Recuperar la ilusión de vivir y la alegría de compartir.
Aprender a vivir con agradecimiento cada instante de nuestra existencia.
No anticipar lo que va a venir, sino entregar nuestras fuerzas para trabajar con generosidad y alegría.


En el empeño por innovar, tenemos todos algo que aportar. Estamos viendo cómo amplios sectores sociales en diversas geografías, asumen espontáneamente el protagonismo que les corresponde en la vida pública. Surgen como consecuencia de un sistema de organización que languidece, que se ha secado por falta de savia nueva, por una endogamia enfermiza. Y que a fuerza de esconder sus errores, ha perdido credibilidad y se ha enranciado.
Su fallo principal, que nos debería instruir, es la desconsideración de las situaciones reales de necesidad en sus comunidades. Deslumbrados por el fasto de sus “cortes”, han caído en la autocomplacencia, extraviándose su buen juicio para decidir con sensatez. En época de vacas gordas, han prestado más atención a sus “prometedores proyectos sociales” que a las distintas reclamaciones de sus administrados. Con ello han perdido contacto con la realidad que los legitima como administradores y servidores de la ciudadanía. 
Urge tomar el relevo de manera pacífica, construyendo día a día la civilización del amor, haciendo que sea historia pasada, la tremenda ironía que algunos atribuyen a Churchill:
¿La civilización occidental? ¡Ah, sí!, una buena idea.





[1] A este fin han respondido numerosos cambios legales, que repercutían en mejoras aparentes de los resultados académicos pero dejaban el problema sin resolver.
[2] La famosa encuesta PISA espolea al sistema a obtener mejores resultados. A veces a costa de lo que sea. Pocos se atreven a pensar que lo que mide esa prueba puede no ser la verdadera educación que Europa necesita para su verdadero progreso. Esto viene a propósito de que la filosofía educativa que gobierna el entorno rico europeo no considera que el objetivo pueda ser otro distinto a saber más para rendir más. Se comprende entonces que, como nuestra filosofía es la misma, lo que nos planteemos sean cambios estructurales que nos espabilen, como son los que de hecho se están empezando a afrontar en nuestro país. Qué peligro.
[3] D. Burns, David. Sentirse bien. Paidós, Barcelona
[4] Sin ninguna duda, ésta es  la excelencia que reclama nuestra sociedad para progresar.
[5] Daniel Goleman apunta, en el prólogo de Inteligencia Emocional, que en el mundo de hoy son urgentes dos actitudes: altruismo y auto-control.
[6] Apartado 3. Documento de Bases para la Nueva Ley de Educación de Castilla-La Mancha. 2010.
[7] Estos esquemas tienen su origen en una serie de distorsiones cognitivas, (Burns D., 1980) que impregnan nuestra cultura, y que son altamente patógenas. La peculiar insidia de este mal, que se camufla perfectamente en la “normalidad”, hace muy difícil atajarlo, y está socavando de un modo degradante nuestras sociedades. Es una pandemia encubierta. Y legiones de personas de todas las edades son sometidas de por vida a un dolor sordo y lacerante.    
[8] Se propone una relación de significado con “Quid”, el Grupo de Investigación “ás excelente de todas ellaspacidad son las competencias educativasque el camino es largo.acipresentar una serie de acontecimientQvixote Universidad e Innovación Docente”, de la UCLM, creado por el propio autor. 

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