LA COMISARÍA DE AVELLANEDA

¡¡SE HACE SABEEER...!!
En mi temprana juventud, en Oviedo, leí La vida exagerada de Martín Romaña, del peruano Alfredo Bryce Echenique. Me cayó bien aquel personaje al que tantas cosas le pasaban y con quien me sentía bastante identificado. Y en esa buena sintonía, avanzada la lectura del libro, gocé mucho al descubrir que Martín, el protagonista, visitaba mi ciudad para vivir también allí historias increíbles. No sospechaba yo entonces que a la vuelta de los años me tocaría a mí narrar mi propia vida exagerada. 
Acudí por primera vez a la Comisaría de Toledo con el fin de poner una denuncia por acoso laboral contra mis superiores. Fue el miércoles 26 de junio de 2013, a las nueve de la noche.
Me pidieron que esperara a la puerta de un cuartito, junto a otras dos personas. Después de un buen rato seguíamos como al principio. Por fin salió alguien y quedamos aguardando a que llamaran al siguiente, pero transcurridos varios minutos nadie nos invitaba a entrar.
En buena lógica, la atención a personas agraviadas debería hacerse con delicadeza y diligencia y por eso me animé a llamar a la puerta de aquel cuarto. En cuanto asomé la cabeza, una funcionaria que estaba adentro, me instó con aspereza a seguir esperando. Este contratiempo me dio pie a entablar conversación con la señora de al lado y comprobé que ella también estaba abrumada por el largo tiempo de espera.
Acababa de publicarse en los periódicos la noticia de que nuestro país tenía el porcentaje de policías más alto de Europa. Desde luego, su presencia en las calles se notaba. Y de ser cierto el dato, la deficiencia de aquel servicio que estábamos padeciendo resultaba aún menos excusable.
Con estos pensamientos y la inquietud propia del momento, me pareció un acto cívico formular una queja contra aquella tardanza. Me acerqué a la garita del control, en la que había tres policías. En cuanto se enteraron de mi intención y mis razones dieron muestras de enojo y con gestos de fastidio llamaron a un superior.
Apareció en el hall un hombre joven, que tenía asumido que su deber era sacarme del error y disuadirme de mi propósito. Como si estuviera ofendido, se extendió largamente ensalzando la calidad del servicio y su condición heroica. Se justificó de paso diciendo que siempre había dos personas atendiendo a las denuncias pero que, por necesidades del servicio, en aquella ocasión sólo atendía una.
Contemporicé con él todo lo que pude pero insistí en poner la queja. Al oír esto me volvió la espalda, desairadamente, y me ordenó sentarme. A la sazón ya habían entrado a declarar los que estaban en la cola y otros que habían ido viniendo después.
Cuando me llegó a mí el turno me recibió un funcionario sin uniforme con modales arrogantes. Al exponerle escuetamente el asunto me devolvió su interpretación de lo que yo le decía. En su versión se desvirtuaban los hechos perdiendo toda su gravedad. En definitiva, no se trataba de un delito sino de ciertas peculiaridades del ambiente de trabajo que a mí me hacían sentirme perseguido.
Procuré reenfocar el tema trayendo a colación los casos de acoso que terminaban en tragedia pero no dudó ni medio segundo en ridiculizar mi observación argumentando que estadísticamente esas muertes eran insignificantes. Después de un tira y afloja, viendo que yo insistía en mi propósito, me pidió que relatara los pormenores del caso.
Por más que intenté explicarle que la sutileza de los mismos exigía que fueran tratados en un proceso legal con las debidas garantías, insistió en que el procedimiento de denuncia requería esos detalles. Tanto insistió que me hizo dudar de que el mobbing fuese realmente denunciable ante la policía. Después de todo yo no les presentaba hechos punibles concretos que justificaran su intervención.
Decidí finalmente aceptar su consejo de dirigirme a Magistratura del Trabajo o a un Juzgado de lo Civil. Pero de camino a casa, ya muy tarde, tuve la impresión de que había errado marchándome sin realizar mi propósito. Más tarde, buscando en Internet, confirmaría aquella impresión.
Desde diciembre de 2010 el Código Penal recogía esa infracción y recientemente se habían dado casos señalados de denuncias ante el CNP. Llamé a la Comisaría y pedí que le dijeran al funcionario que me había atendido que por su ignorancia de la ley me había causado enojosas molestias. También les dije que volvería por allí a la mañana siguiente.
A las 8:30 h. estaba de nuevo en el gran hall de espera, un espacio diáfano rectangular de unos 140 metros cuadrados, en torno a una escultura, de un tamaño superior al natural, de un quijote.
Me puse en la cola. Y esta vez no iba a tardar mucho en ser atendido.
De repente se abrió la puerta y se dirigió a mí un hombre vestido de paisano con muy malos modos. Me preguntó que qué quería, lo cual estando allí era obvio y así le respondí. Era evidente que conocía mi intención e intentó inquietarme preguntándome si no había puesto ya el día anterior esa denuncia. ¡Qué despropósito! Acto seguido, como el que trata con un desalmado, me cerró la puerta ordenándome permanecer allí sentado.
Obedecí. Y empezó a pasar el tiempo sin que nadie me atendiera. Me levanté una vez más y acercándome a la puerta giré el pomo. Pero para mi sorpresa, la encontré cerrada.
Me acerqué entonces a la garita a comunicarlo y un policía veterano, que apenas se volvió para mirarme, insistió en negar que lo que le decía fuese cierto, pues según él ese servicio no cerraba nunca. Le insté a que él mismo lo comprobara y no quiso hacerlo. Entonces le pedí que se identificara y me despachó destempladamente diciendo algo así como que no le faltaba más que tener que dar sus señas a todo el que se las pidiere. Después de eso, sin poder dar crédito a lo que estaba pasando, me fui de allí.
Aquella mañana me había levantado con un poco de lumbago y por prevención había pedido una cita en el centro de salud para primera hora de la tarde. Al terminar mis quehaceres de aquella jornada de final de curso en el colegio, como aún era temprano para comer, hice acopio de valor y volví a la comisaría.
Pronto vi que el plan disuasorio persistía. Después de un tiempo de espera considerable me acerqué a la garita y les indiqué que me iba a tumbar en una esquina retirada, en alguno de los muchos bancos que había, porque me molestaba la espalda. Como el tiempo de espera se prolongaba mucho más de lo razonable y todo indicaba que nada iba a cambiar, hallé en mi mente la forma de conseguir testigos de lo que estaba pasando. Era ya casi la hora de acudir a mi cita con el médico y consideré justificado pedir una ambulancia que me llevara. Desde mi triste esquina de proscrito usé mi móvil; dije que me sentía impedido para llegar por mis propios medios al médico que me tenía que ayudar y les pedí que vinieran a por mí a la Comisaría. Así lo hicieron y al acercarse a socorrerme les rogué que esperaran a que pusiera mi denuncia, que ya no podía tardar; a esta petición el conductor no supo qué responder y se retiró a la furgoneta para consultarlo; yo me fui tras él y tomé nota de la matrícula y número del vehículo.
Desde la garita no perdían detalle, también ellos nerviosos. Uno me inquirió con dureza la razón de por qué anotaba aquellos datos. Fueron momentos tensos y, con la fuerza moral que me daba el saberme víctima de un abuso, me acerqué a la puerta privada de acceso a las dependencias policiales y entré por ella. Inmediatamente apareció alguien en la puerta que debía comunicar con el cuarto de denuncias y me invitó a volver al hall. Al hacerlo ya venía corriendo hacia mí un viejo policía que se atrevió a decir que yo estaba loco. Me callé, pero sabiendo que finalmente había logrado romper su defensa.
Efectivamente, al poco me pasaron al cuarto y me atendió, tenso y enfadado, un joven y avispado policía. Supe que él había tomado por su cuenta la iniciativa de poner fin a aquella farsa para no provocar un altercado mayor y se podía adivinar por sus modales su violencia interior. Mientras él entraba y salía yo seguía molesto con mi espalda, así que me recliné levemente en los sillones bajos en que invitaban a sentarse a los que acudían allí a pedir ayuda. Al hacer entrada de nuevo en el cuartito y verme en esa postura, el agente "me escupió" -como si yo fuera un delincuente confeso- que me incorporara, pegándome una patada en los pies.
Y así fue como denuncié por acoso al Director de mi colegio y al Jefe del Servicio de Inspección. Vendrían después otras muchas denuncias, en la Policía y en los Juzgados, y ninguna de ellas prosperaría en una sanción pública. 
Una vez fui a denunciar que unas hermanas, dadas en acogida permanente por la Consejería de Sanidad, estaban siendo abusadas sistemáticamente, y los policías que me atendieron -corruptos también- me trataron como si el delincuente fuera yo. 
Pero no todos son así. El día de los Santos Ángeles Custodios, patrones de la Policía, escribí en este mismo blog un elogio de los policías buenos, que gracias a Dios también los hay, y muchos. 
Estoy convencido de que, después de todo, aquel policía que me solmenó la patada era sin duda uno de estos policías buenos, obligado a trabajar con rutinas y superiores viciados. 
A propósito de esa aspereza laboral, que es habitual en todos los ambientes de trabajo, es el resultado de una lucha, la del hombre desde que apareció en la Tierra, entre el Bien y el mal. Éste último hace mucho ruido y con él somete a las personas, al suscitarles miedo. Los más afortunados encontramos una salida, una forma de escapar a esa violencia impuesta, en Dios. En Él obtenemos fuerza y sostén para hacerle frente al dragón.
Ciertamente no hay lugar adonde ir que no esté contaminado por esa presencia del mal. Y por eso la única salida está en nuestro interior, donde habita Dios si le invitamos a entrar.
Este Dios permitió, a la vuelta de aquel verano del 2013, habiéndome ya abierto los ojos a este misterio del mal mezclado de forma abominable con el Bien, que yo me encargara de presidir mi Comunidad de Vecinos. E inmediatamente me desveló la podredumbre que se escondía entre sus muros, para, acto seguido, enseñarme el modo de acabar con ella.
Mis primeros movimientos en los rincones oscuros fueron torpes y las ratas ciegas que los habitan, huyendo de la luz, se abalanzaron sobre mí para morderme. Una vez, estando yo en Misa, coincidió que se celebraba un funeral. Me había sentado en el segundo banco, sabiendo que el primero se reserva para la familia en estos casos. Llegó inmediatamente un hombre de aspecto duro y se sentó delante de mí. Noté que no era un familiar del difunto y que "no estaba en su ambiente". Para explicarle cuál era la costumbre le toqué un brazo y se volvió como los que se han criado en la violencia, haciéndome sentir su frialdad. Aquel hombre -un sicario del mal- se sentó entonces a mi lado. Al darle la paz volví a notar la dureza de su corazón en la mirada. 
No sé exactamente qué pasó por mi interior pero en vez de ir a comulgar como siempre, esperé a que pasara toda la larga fila de fieles y comulgué el último. Y después no volví a mi sitio sino que salí y eché a correr sin parar hasta la estación de autobuses. Tenía que coger uno para Madrid y tuve suerte de que cuando llegué estaba a punto de salir y tenía plaza. 
Iba para Asturias, donde pasaría los días siguientes arreglando ciertos asuntos. Allí me comunicó mi mujer que aquel viernes había ido la Policía a buscarme a casa. Comprendí entonces que mi escapada de la Iglesia había sido providencial y comencé a prepararme para lo que se a-vecina-ba. 


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