EL PADRE MENDIZÁBAL, IN MEMORIAM

La Rosa Mística se lo ha llevado.
Olor de santidad nos ha dejado.
Ni mitra ni báculo le acompañaron,
sino un Corazón de Amores llagado.
Enseñaba a no convertir en problemas lo que aún no eran tales. Sus homilias y charlas eran claras y sustanciosas; instructivas y pedagógicas; oportunas y prudentes; respetuosas aunque picantes; serias pero no pesadas; graciosas y edificantes; humildes y atrevidas; piadosas a la par que provechosas; sabias pero no pedantes; cariñosas y al tiempo firmes; con una medida y un ritmo justos; con una corrección en el tono y en la forma ejemplares; con un señorío a los pies del Señor admirables.
Disfruté muchísimo escuchándole. Me consoló y animó en la confesión muchas veces. Me adiestró magistralmente para la lucha con su dirección espiritual. Supo hacerse manso y humilde y le vi vulnerable en más de una ocasión, en su última etapa; esto me admiró y afirmó mi afecto hacia su persona.
Estaba muy en este mundo aún siendo del otro. Por su condición humana, padecí también su debilidad al acercarme a él, pero, curiosamente, en la herida que recibí, dolorosa como todas, hallé el ungüento para cerrarla. Podría tal vez comparar yo eso con la percepción que tengo ahora del sufrimiento que me causó la convivencia tan estrecha con mi madre durante tantos años. Como si el amor que ambos me dedicaron hubiera sido el antídoto contra el daño que, involuntariamente, por su condición limitada, me causaron. Dios mismo, alfa y omega, al tiempo que hiere sana, y no me cabe duda de que en este ministro suyo tan entregado tenía puesta Su complacencia y adornaba su labor con extraordinarios dones. 
Una vez, a la salida de Misa, nos contó Mendizábal que su padre había sido notario y hubiera querido que él continuase su oficio; y haciéndonos cómplices con su socarrona sonrisa, nos dijo entonces que él tuvo claro desde muy pronto que eso no era lo suyo. Con eso nos estaba queriendo decir lo contento y satisfecho que se encontraba de haber servido al Señor durante toda su vida, pero la verdad es que no necesitaba decirlo porque su ensanchada humanidad lo decía por él.  
¡Julio! exclamaba con enfática suavidad y franca sonrisa cuando me acercaba al confesionario, y sonrisa y palabra abatían de un golpe temores e inquietudes de mi corazón. Luego, su penetrante comprensión y discernimiento iluminaban gozosamente las estancias de mi interior que aún permanecían en sombras para mí mismo. ¡Cómo no querer a este padre! ¡cómo no querer a esta Iglesia que te da gratis estos inmensos, colosales regalos!
Acudí a él para iniciar una nueva etapa de dirección espiritual hace unos cuatro o cinco años. Por supuesto, me sorprendió mucho su increíble lucidez y agilidad contando ya con 88 años. Y de aquellos encuentros obtuve mucho, muchísimo. Lo que conté antes de su debilidad, que resultó asistida milagrosamente por Dios mismo, es una buena imagen de lo que fue la última etapa del Padre Mendizábal. 
En sus ansias de servir llegó hasta el final ayudando a su rebaño a vivir y, forzosamente, la complacencia de Jesús, su trato íntimo, tuvo que ser la fuente de donde sacaba sus fuerzas para tan admirable servicio. (Guardo para mí cierto dato que me hace pensar que también recibió gracias sobrenaturales; si es oportuno lo diré en su momento).
Entre los grandes bienes que derramó en su etapa final este gran hombre, uno me vino a mí directamente de su 'lindo entendimiento', libre de servidumbres, notoriamente despegado de respetos humanos y aquilatado por la experiencia de una larga vida de intenso trabajo.
Había yo comenzado a redactar una autobiografía y tenía para mí que lo ya escrito sería la primera de tres partes y que estaba aún lejos el momento de publicarla. Pero ciertos acontecimientos y mociones me pusieron ante la obligación de discernir si aquel momento que vivía no sería el querido por Dios para sacar a la luz mi texto. Fui a ver al padre y le dije que si no le importaba leerlo. Le llevé una edición encuadernada por mí con mucho mimo y esmero, una edición que hice para mi mujer, con tapas duras forradas en tela estampada con grandes y hermosas rosas. Después de hablar un rato con él y despedirnos, le vi alejarse con la mirada baja empezando a ojear ya el libro que llevaba abierto entre sus manos. En nuestro siguiente encuentro me daba miedo preguntarle qué le había parecido, pues a pesar de que yo estaba íntimamente convencido de que era un buen texto, había llevado ya disgustos a su costa y temía llevar otro. Pero él, mirándome a los ojos, me dijo: "Me gusta".
A mi mujer y a mí nos bastó con eso para consentir en darlo a la imprenta. En un ulterior encuentro con el Padre Mendizábal, habiendo pasado ya por muchas dificultades y decepciones con las editoriales, una 'casual' sugerencia suya me dio la pista para la solución final, que fue la de crear mi propia editorial. Aprovechando la tarifa de 50 euros para autónomos noveles puse en marcha Cruz Ediciones y yo mismo me encargué, asistido prodigiosamente por la Providencia, de editarlo y publicarlo.  
Meses más tarde le llevé varios ejemplares al padre y le pedí aquella edición artesanal que le había prestado. Volvió con ella de su habitación al poco y noté con cuánta pena me la entregaba y cómo la acariciaba al hacerlo.
Le gustaban los libros, la belleza, el saber, pero gustaba por encima de todo de la Palabra de Vida, del Bien y la Verdad... Y, humildemente lo digo, estoy seguro de que notó en 153 rosas algo de ese perfume por el que suspiraba continuamente y del que ahora ya goza para toda la eternidad.
Gracias sean dadas a Dios por habernos hecho merecedores de este gran apóstol del Corazón de Jesús.
Gracias a usted, Padre Mendizábal, por su fíat; estoy deseando verle de nuevo y darle un abrazo.


Padre Mendizábal, ruega por nosotros






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