EL MEJOR PIROPO DE MI VIDA

Mi padre ya ha cumplido el siglo, aunque lo celebró en el más allá. De joven le tocó ir a la guerra y, licenciado en ésta, le cupo en suerte como a muchos comenzar otra, la de la supervivencia. Según me han contado, en la famosa hambruna del 41 tuvo que cruzar en bicicleta el puerto que separa Asturias de la Meseta para ir a comprar garbanzos a Salamanca; y del mismo esforzado modo se vio obligado a desplazarse a sus destinos como maestro rural durante muchos años. Se entiende así que tomara parte en  las discusiones sobre si Bahamontes o Loroño y, de rebote, que esta afición a las dos ruedas me alcanzara también un poco a mí.
Estando viviendo en Toledo, allá por el inicio de la crisis y de las cacerías recaudatorias, me decidí a utilizar la bici para mis desplazamientos habituales, aun cuando eso significara asumir un plus ingrato de transpiración. Comprobé que, con la ayuda de los medios mecánicos de acceso al casco, la bici me permitía ganar tiempo y salud, amén de recreación del espíritu en no pocas ocasiones.
El otro día, sin ir más lejos, subí por primera vez a Zocodover por la cuesta del miradero. Ya con calorcito ambiental, iba yo despacito, a solas con mis pensamientos y mis sensaciones bicicletiles. Y de pronto, a mitad de la cuesta, reparé en una nueva escultura que habían puesto en un ensanche del paseo, en homenaje al Águila de Toledo. Me dio mucha alegría ese hallazgo porque vi representado en él los valores que yo estaba entrenando en ese momento: esfuerzo, sacrificio, entrega, tenacidad... y asociados a ellos los saludables efectos de templanza, moderación, agradecimiento, paz...
El caso es que me está siendo la bici terriblemente útil. Por las circunstancias actuales de mi vida, me supone una ventaja particularmente relevante, pues ando con muchas cosas entre manos y a menudo obtengo un tiempo extra gracias a la bici para cumplir bien con todas.
Por esos beneficios tan grandes que me aporta, cuando empezaron a chirriar los frenos de mi bicicleta, no le di importancia; me bastaba con que funcionaran y tendrían que esperar al momento adecuado para ser renovados.
Últimamente, en mi casa sabían que yo estaba llegando antes de que abriera la puerta del domicilio, porque el canto de los frenos por la cuesta donde vivimos les avisaba de mi presencia. Tenía su gracia el asunto del chirrido, haciendo a menudo las veces de bocina para peatones despistados.
Llegaba yo un día con prisas al instituto a la hora del recreo, cuando decenas de chicos se sientan en los escalones exteriores para fumarse un cigarrillo. Llegaba a toda velocidad, y a varios metros de distancia empezaba a frenar y a prepararme para desmontar. Entonces el chillido de los frenos llamaba la atención del personal que se sorprendía de la escena, más propia de los años 50 que del siglo XXI. Me puse a bromear a propósito del asunto con un grupo de muchachos, los cuales, poco acostumbrados a ese tipo de trato con los profesores, me respondieron entre tímidos y divertidos. Pero cuando yo ya me iba, oí que su conversación se animaba y uno de ellos, sin duda sorprendido por mi jovialidad, expresó a los demás su opinión sobre mí con las siguientes palabras: "Está enamorado".
¡Qué bonito! Sí, enamorado de Cristo, que me concede alegría incluso en medio de dolores profundos como los que en aquel momento tenía; y no solo alegría sino también regalos preciosos como el piropo de aquel chico que fue, sin duda, el mejor piropo de mi vida.

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