EL NUDO GORDIANO

La espada del sacrosanto Espíritu rasga las tinieblas

En los blogs del Confidencial, escribe hoy Ignacio Varela lo siguiente: “Resulta paradójico que el partido aparentemente más defensor de los principios sacrosantos de la ley y el orden levante la bandera de la impunidad de una de las más detestables formas de criminalidad”; y “No he escuchado a ningún ser civilizado reclamar que se deje de combatir la violencia contra la mujer, porque ese tal, si lo hubiera, sería un cafre”. 
Tiene razón este periodista en que nadie se atrevería a reclamar cosa semejante, pero decir que Abascal lo hace, eso sí que es ser un cafre y además un mentiroso. VOX viene con la intención de sanear la decrépita política española y se ha estrenado señalando valientemente al más abyecto lugar común de esa política: la perversión antropológica.    
La obsesiva ocupación en sacar diferencias de todo tipo entre hombres y mujeres sólo tiene en la efectiva desigualdad entre ambos una excusa. El fin de esas acciones de gobierno no es lograr una sociedad más justa sino lo contrario. Sembrando división en la ya de por sí delicada relación entre los sexos, se procura la inanición social que deja vía libre a las aspiraciones totalitarias de DonDín. Como éste controla ya de hecho la inmensa mayoría de nuestras instituciones, es lógico que sus cuatro espadas españoles se hayan lanzado como un solo hombre contra VOX. Pero Santiago no ha cometido ningún error estratégico sino todo lo contrario, ha puesto el dedo en la llaga purulenta del problema, ha centrado las miradas en la punta del iceberg de la imposición soterrada que nos atenaza y frena el progreso de nuestras sociedades modernas. Partiendo del wellfare state y pasando por lo políticamente correcto, hemos llegado al actual póker de constitucionalistablish que, viendo peligrar sus chiringuitos, están dispuestos a olvidar cualquier vergüenza en sus palabras y obras para conjurar el peligro centrífugo de la disidencia. El órdago de “todo por y para la mujer” es el mayor embuste de la historia, la trampa más astuta del milenario arte militar, el caballo de Troya de los caballos de Troya. La sistemática implementación de esa estrategia supone poner al hombre –hombre y mujer- contra sí mismo. El certero golpe de Santiago va destinado a partir por la mitad el nudo gordiano.

Todos buscamos una explicación de la realidad en algún momento de nuestra vida, aunque sea en el último minuto, o en la prórroga. Vivir sin esa explicación es como negar que tu barca se hunde mientras no dejas de achicar agua, y eso es de necios. Uno sabe que si toma una mala decisión lo paga y es imposible no sentir vértigo ante esa realidad. Es cierto que hay muchas formas de evitar esa sensación displacentera pero todas acaban mal, y como en el fondo lo sabemos, solemos prestar oídos a lo que se dice por ver si cuadra con nuestra vida. Hallar el modo de tener seguridad en todo es como poseer un tesoro.
La sabiduría popular apunta a esa necesidad de elegir cuando dice “El que acierta en el casar ya no tiene en qué acertar” o “El que por su gusto corre, nunca de la vida se cansa”. Tal vez el primer refrán pertenece a una mentalidad antigua y el segundo se ajusta más al estilo de hoy, pero ambos reflejan el problema existencial de ser seres libres y por tanto con conciencia y responsabilidad. Obviamente, esta condición no queda anulada ni con el matrimonio ni sin él y la cuestión moral es el gran problema a resolver en todos los tiempos.
La violencia está íntimamente asociada a esta cuestión. Nuestros actos tienen un valor moral, querámoslo o no, y el primer juicio sobre ellos lo realiza nuestra conciencia. Como resultado, una sentencia condenatoria es especialmente penosa porque el juez va con nosotros a todas partes y, en consecuencia, llega a percibirse como insoportable.
Hay un principio de acción que nos obliga más que nuestras leyes humanas, y es el que emana del espíritu. Según éste, nos vemos más comprometidos por los enunciados de nuestra conciencia que por los de las leyes escritas, de tal modo que uno puede irse tranquilamente a la cárcel si cree que su conducta no ha transgredido esas normas morales; y de hecho así sucede. 
El drama, el desconcierto y hasta el caos al que nos asomamos en la actualidad, son la consecuencia inevitable de estar privando a nuestras leyes de su paternidad espiritual. Al hacerlo quedamos socialmente huérfanos y a partir de ahí, el miedo ante el desamparo, adueñándose de nosotros, nos aboca a la desesperación, la violencia y la destrucción mutua.
Si las leyes no emanan de un Bien Común, medra la división y la violencia. Si se niega la existencia de un principio de justicia universal se garantiza el desorden, y si se restaura ese principio igualador –aunque sea a nivel individual- se manifiesta claramente que el origen de todas las violencias es el alejamiento del Dios-Amor. Esa experiencia es la que han tenido todos los que han profesado la fe en el Dios vivo de Israel, y el libro de los Salmos la recoge fielmente hecha oración de ese pueblo justo. En el Salmo 1 se dice: “Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos (…) porque Dios protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal”; en el 2: “¿Por qué se agitan las naciones y los pueblos planean un fracaso? … sed sensatos, reyes; corregíos, jueces de la tierra (…)”; y el 3 clama: “¡Cuántos son los que se alzan contra mí!”
El Salmo 1, contraponiendo los “dos caminos”, ensalza la Ley, dada a los hombres para su felicidad; el 2 es una meditación y el 3 es la oración del justo en medio de la prueba. En estos textos, inspirados y vivenciales, se trasluce el principio universal de justicia, el principio espiritual del que emana la posibilidad de una vida sin violencia; pero al mismo tiempo, el hecho de que sea una constante el intento de las naciones de sacudirse el “yugo de Dios” –aun siendo suave-, da cuenta del drama de la existencia humana. Con todo, la Historia, transida de dolor, está también transida de esperanza para el justo, que goza del favor de Dios y que desde la Encarnación de Jesucristo tiene la certeza de poder alcanzar la gloria (una vida eternamente dichosa). 
La renuncia de la razón a asumir el principio de un Ser Creador y benigno ha devenido en siglos de guerras crueles. Ese progresivo alejamiento de Dios, acelerado en estos últimos tiempos, no nos ha traído más paz ni más bienestar, porque el progreso material ha venido acompañado de un terrible empobrecimiento espiritual y ha propiciado la eclosión de múltiples fenómenos de violencia que, encadenándose unos con otros, amenazan ya con destruir la paz de nuestras sociedades. 
Toda pretensión de atajar por medio de leyes este desorden endémico está llamada al fracaso. Focalizar la violencia en grupos o individuos concretos es, además de una flagrante injusticia e hipocresía, un despilfarro y un semillero de odios. Y si, además, el grupo de violentos se identifica con uno de los dos sexos, estamos ante el fin de la civilización occidental. 
Circulaban por Toledo coches de la Policía Nacional con carteles adhesivos incitando a las mujeres a denunciar a sus maridos, como mechas llameantes cerniéndose sobre la pólvora del descontento social; y las inevitables explosiones eran después amplificadas por la Prensa vasalla de DonDín para demoler cualquier resto sólido que pudiera dar apoyo a una convivencia pacífica. 
Coincidí en una estancia en el hospital con un hombre que, denunciado falsamente por su ex, había sido encarcelado y al salir había intentado quitarse la vida. Y supe de muchos otros que habían corrido suertes parecidas.
Y este es el punto crucial de agotamiento en el que nos encontramos, gracias a esas faenas políticas de antiviolencia tan estimadas por el democratic establishment. Es de farisaica irresponsabilidad poner en la picota –la Prensa será la primera en responder ante Dios—a quienes decimos que no se defiende la vida de las mujeres legislando contra grupos humanos. La única norma justa es la que escribió con su sangre aquél que, siendo todos culpables, la derramó sin esperar nada a cambio para mostrarnos el camino de la felicidad viéndonos incapaces de encontrarlo. Es imperdonable, según sus palabras, negar la existencia del Espíritu Santo, espíritu de Amor misericordioso que sigue hoy calentando e iluminando al mundo por doquier en Su nombre; y es igualmente imperdonable negar que el camino de la libertad y la igualdad está en ese amor desinteresado y no en las leyes de los sabios de este mundo. Ese pecado contra el Espíritu Santo es el verdadero cómplice de todos los asesinatos.
Rasgarse las vestiduras de vez en cuando por la difusión mediática de algún crimen, puede ser una eficaz catarsis colectiva, pero arreglar, lo que se dice arreglar, no arregla nada. Hay mucha más violencia en nuestras vidas, que se da por inexistente porque no trasciende, que la que reflejan esos crímenes pasionales de unos cuantos desgraciados trastornados por la vida. Esa violencia repartida y compartida entre todos es la responsable de muchísimas más tristezas que la de los casos espectaculares que nos conmueven. Y la mayoría de los fallecidos, según las estadísticas, son varones (porcentaje de decesos por causas no naturales o prematuramente).
La violencia no es a priori más propia de ningún sexo. La mujer, por ser más sutil que el hombre, puede ejercerla de un modo mucho más perverso que el varón. Un varón que sufra el ataque de un constante asedio de humillaciones por parte de una mujer, y al que se le acuse públicamente de maltratador y se le niegue con ello la legítima defensa y otros derechos fundamentales, aunque no muera a cuchilladas de película puede morir igual de lastimosamente, desangrándose poco a poco y con el alma hecha pedazos. Una tortura moral y psicológica así de brutal lleva a menudo a los varones a cometer locuras. Varón y mujer son ambos víctimas del odio, que una vez esparcido en la sociedad es muy difícil de controlar. 
El lugar en el que los cuatro grandes partidos de hoy ponen a las mujeres es un trampolín para empujarlas al vacío y no una roca para salvarlas. Ellas participan de la misma violencia que los varones, y se las hace pasar por víctimas al precio de su libertad. Al comprarlas con prebendas se las coloniza ideológicamente, privándolas de su derecho a conocer sin prejuicios, y se roba su libertad incentivando su egoísmo y dependencia. Se les impone un sesgo sobre la realidad que en último término las incapacita para amar.
Urge restaurar el Derecho Natural y articular una educación inspirada en el dinamismo de las virtudes naturales y abierta a la virtud de la religión que, proveyendo la gracia, disponga a la razón para conquistas insospechadas.
Urge rehabilitar los canales comunicativos restaurando la moralidad de la vida social. El cambio no sólo es posible, sino que es la materia de la vida. Y no es de recibo que lo que está muerto se abrogue el derecho a promover la vida, no cabe que nuestros modos caducos de pensar dirijan el alumbramiento de otros nuevos que traigan vida. Aquéllos han de desaparecer para que nazcan éstos.

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