VOX: CASTA O REVOLUCIÓN


Parecen buenas, pero sólo se sabrá al cocerlas
Muchos rojos eran en realidad impíos, gente rebelde que rechazaba a Dios. A la vuelta de los años son liberales consecuentes. Por ejemplo, el ABC ensalza hoy a Cristina Almeida por aplaudir a VOX. Ella no se ha vuelto pía, entonces ¿qué? Simplemente se ha dado cuenta de que conviene que haya un Vox pequeñito para que todo siga funcionando al margen de Dios. Me explico.
Hoy caí en la cuenta de que la palabra ‘animal’ viene de ‘ánima’, que en una de sus acepciones significa alma. Pues bien, paradójicamente, sólo en la sección “Animales de compañía” de XL Semanal, encuentro algo de alimento para mi pequeña alma en las ideas de Juan Manuel de Prada. 
Por segundo domingo consecutivo pone este periodista el dedo en la llaga de la dramática situación que enfrenta la civilización occidental. Su extrema dependencia de la economía capitalista está estresando tanto la convivencia que urge abrir aliviaderos para aflojar tensión y permitir que todo siga funcionando como hasta ahora. 
De aquí surge una duda razonable: ¿Trae VOX algo de esperanza o es otro personaje más del drama? 


[Artículo de Juan Manuel de Prada en XL Semanal de ABC, domingo 27 de enero de 2019]:

"Cuando se repite que el capitalismo garantiza la 'libertad económica', se miente bellacamente"
Un amable lector me reprocha mis diatribas contra el capitalismo y me pregunta si lo que preconizo es el «comunismo chavista». Para explicar la noción básica de mi visión económica podría citar a Chesterton; pero, puesto que mi amable lector no me ha entendido hasta ahora, deduzco que no tiene paciencia para captar las paradojas y primores del estilo chestertoniano. Así que he resuelto explicarlo citando a otro autor de escritura mucho más expeditiva, implacablemente lúcido en su análisis de los problemas económicos, aunque trágicamente equivocado en sus soluciones.

En el último capítulo del primer libro de El capital, Karl Marx se refiere a un tal señor Peel, un industrial beneficiado por la adjudicación de terrenos que la Corona británica realizó, allá por 1830, para la colonización de Nueva Zelanda. El señor Peel organizó una flota, para trasladar desde Inglaterra hasta aquella lejana isla «medios de subsistencia y producción por un importe de cincuenta mil libras» (que imaginamos que en la época sería una cantidad astronómica), así como «tres mil personas pertenecientes a la clase obrera: hombres, mujeres y niños». Pero ¿qué le ocurrió al señor Peel en cuanto desembarcó en Nueva Zelanda? Pues que aquellos tres mil obreros que se había llevado consigo desparecieron como por arte de ensalmo, hasta el extremo de quedarse «sin un sirviente que le hiciera la cama o le trajera agua del río». Imaginamos que esas familias obreras habrían firmado con el señor Peel un contrato laboral que no sería del todo rácano, pues nadie se embarca con destino a las antípodas a cambio de una limosna. Ocurrió, sin embargo, que aquellos asalariados, al desembarcar en Nueva Zelanda, descubrieron que allí había tierras vírgenes; y, al instante, decidieron que preferían mil veces las incertidumbres del propietario a las certezas del asalariado. Se hicieron campesinos, ganaderos, artesanos; o sea, emprendedores auténticos (pues nada se puede emprender sin propiedad), no como los que nuestra época jalea cínicamente.

De repente, el señor Peel descubrió que las leyes sobre las que se sustentaba el capitalismo, que en Inglaterra funcionaban como un mecanismo de relojería, resultaban por completo inservibles en Nueva Zelanda. Y es que el señor Peel, que previsoramente había transportado medios de subsistencia y de producción, así como trabajadores suficientes para explotar los terrenos que la Corona le había concedido, se había olvidado de ‘transportar’ hasta Nueva Zelanda las relaciones de producción que hacen posible el capitalismo. Se había olvidado de acaparar todos los terrenos de Nueva Zelanda, o de tasarlos a un precio prohibitivo que impidiese o dificultase sobremanera el acceso a la propiedad. Se había olvidado de organizar una economía en las que todos los oficios resultasen inservibles, si no se resignaban a ser asalariados. Se había olvidado de llevar una real cédula que estableciese un marco económico idéntico al que regía en la metrópoli. ¡Se había olvidado, en fin, de llevar consigo a los policías encargados de garantizar el cumplimiento de esa real cédula! Y entonces Marx concluye de forma inapelable: «El modo de producción capitalista presupone el aniquilamiento de la propiedad privada que se funda en el trabajo propio; esto es, en la expropiación del trabajador». Lo que es una verdad como un templo, la diga Marx o su porquero.

Cuando se repite que el capitalismo garantiza la ‘libertad económica’, se miente bellacamente. La única libertad económica es la que se funda sobre el reparto de propiedad; y el capitalismo (sobre todo, en esta fase bulímica y revolucionaria de su globalización) se funda en la expropiación o –dicho más finamente– en la concentración de la propiedad en unas pocas manos. Y la única manera de recuperar libertad económica frente a este expolio consiste en volver a repartir paulatinamente la propiedad que ha sido concentrada (y en garantizar este reparto con leyes y policías): limitando la libertad de acción de los mercados financieros, recuperando un modelo que proteja y estimule la producción nacional, fomentando una economía de cercanías, favoreciendo los negocios nativos frente a la invasión transnacional (con su plaga de franquicias y sucursales), limitando al máximo el comercio electrónico, etcétera.

Cuanto más se reparta la propiedad, más libertad económica habrá; y esta libertad económica traerá inevitablemente más libertad política, pues a los hombres no los hace libres –como piensa el bobo contemporáneo– el voto, sino el sentido de pertenencia y arraigo, el compromiso y los vínculos fuertes. Y para eso, como nos enseñaba Saint-Exupéry, el hombre necesita que la rosa que cultiva sea suya.

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