¡QUÉ VIEJO ESTÁ TODO!

Cuán presto se va el placer; cómo, después de acordado, da dolor...

La playa de San Lorenzo, en Gijón, es un precioso arenal que da cobijo y solaz a miles de almas que van buscando descanso. En los extremos del dorado arco se levantan dos esculturas: ‘La Madre del Emigrante’, de 1970 y ‘El Elogio del Horizonte’, de 1990. 
La primera es una mujer de gran tamaño que, para resaltar el sentimiento por la ausencia del ser querido, aparece sin atractivo alguno: flaca, con el rostro anguloso y el pelo revuelto. Por su aspecto sombrío y su ademán inquieto, esta escultura es popularmente conocida como “La lloca del Rinconín (zona del paseo resguardada del nordeste)”. Tiene un brazo extendido hacia el mar, como para despedir, y retener a un tiempo, al hijo de sus entrañas; rota de dolor, perdida su mirada en el horizonte por ver si apareciera el hijo, sus proporciones, su color oscuro y su carga dramática, logran transmitir al espectador el dolor que siente por ese hijo que no sabe si volverá a ver.
La otra escultura está en lo alto del cerro de Santa Catalina, y es una composición geométrica de hormigón de unos doce metros de alto por otros tantos de fondo y ancho. Devuelve el sonido emitido desde cierto lugar, por virtud del arco que describe el cemento. De un alto precio, parte del pueblo llano, ‘sin luces para apreciar el arte abstracto’, la bautizó como “El wáter de King-Kong”, mientras que otros, más finos, le dieron ‘un valor añadido’ acogiéndola como a “Eulogio, el fíu la lloca”.
Para ambas obras es significativa la reacción de la gente. A medida que los artistas se han ido separando de lo figurativo, interponiendo ‘filtros interpretativos’ en la contemplación, han ido surgiendo quejas en el pueblo, víctima del hurto del disfrute. En ese disgusto, no obstante, hay una gradación. Mientras que al juego simbólico expresivo -color, tamaño, formas-  se le critica por sacrificar la belleza, a la obra abstracta de Chillida se le reprocha lo insulso y absurdo del motivo. Y si la rechifla de los apodos de ‘la lloca y el wáter’ recoge perfectamente esas críticas, resulta ya asombrosa su perspicacia en el tercer apodo. ‘Eulogio, el hijo de la loca’ capta y corrige a un tiempo la enojosa deriva intelectual del arte. Eulogio trasciende al Elogio; lo rescata de una tierra extranjera, de un exilio deshumanizante, para devolverlo a sus raíces: el arte que salió del pueblo vuelve a él, enriqueciéndolo.
En realidad, esa deriva del arte es reflejo de otra más profunda, la del espíritu, que gime, añorando también ser rescatado. Poco a poco la humanidad se ha ido acercando a un punto de no retorno; pues si la tuerca se aprieta demasiado se puede pasar de rosca. Sin embargo, se nos dice que estamos a las puertas de un estadio social más avanzado, al que llaman ‘Nueva normalidad’. Pero ¿qué es en realidad ese nuevo estado? El nombre apunta al concepto de novedad y al de norma. 
Lo nuevo ¿cuánto tiempo es nuevo? Depende, ¿verdad? Pero poco, en todo caso, porque quisiéramos que durara siempre. Hay muchos ejemplos de cosas que envejecen ‘antes de tiempo’: Un coche; un ascenso; un marido… la lista es infinita y dolorosa. 
Si no existiera forma de satisfacer ese inextinguible deseo de novedad, seríamos los seres más desgraciados de la creación; pero afortunadamente existe. A este respecto, es de vital importancia que cada uno se lo plantee en su interior: ¿Puede el mundo convertirse en un lugar donde todo sea nuevo siempre? ¿Podemos saciar ese deseo de incorruptibilidad de nuestro corazón?
Lo cierto es que vivimos como si no fuera posible, como si lo único a nuestro alcance fuera ‘estrenar cosas de vez en cuando’. Pero esa manera de pensar, tarde o temprano, nos hace mella en el ánimo.
Es propio de los comerciantes hacerte olvidar esa tristeza existencial, ilusionándote con ‘reflejos de eternidad’: un antiarrugas, un coche de ficción, un viaje al paraíso… y es propio nuestro dejarnos engañar. Esta debilidad humana es el filón que explotan los adictos al dinero, esos mismos que gestionan ahora el meganegocio del covid. 
Es más que probable que su ambición les haya hecho concebir ese plan lucrativo. Conscientes de que un buen negocio empieza con un buen cebo, y que a veces necesitamos un empujoncito para ‘arrojarnos en sus brazos salvadores’ –algo así como cuando nos decidimos a cambiar de coche porque ha tenido una avería- pueden haberse decantado por diseñar un cebo del tipo “¡Dios mío, qué desastre!, ¡no hay por dónde cogerlo!, si digitalizáramos todo se solucionaría el problema…”. Sea como fuere, es muy llamativo que al día siguiente de encerrarnos en casa ya se nos estuviera anunciando el estreno de la nueva era digital.
El problema con esto es que la implantación social del nuevo modelo pasa por la suplantación del actual. Lo digital tiene vocación de mando único, o crece o mengua, y en su ‘órbita’, lo que no se pueda expresar con números es una amenaza. La libertad, por ejemplo. Porque ¿cómo se puede predecir y organizar una sociedad en la que un mismo hecho provoca una respuesta en A y otra distinta en B?
Ese dilema exigiría un debate: ¿Es mejor la dictadura que esta farragosa libertad? Pero puesto que su desarrollo pondría en peligro el suculento negocio digital, se nos ha hurtado hábilmente esa posibilidad, camuflando la verdadera naturaleza del cambio y procediendo a ejecutarlo con engaño.  
La hipertrofia racional de los últimos siglos ha hecho creer a algunos que poseen ‘las matemáticas de Dios”, los principios de orden que crearon y rigen el cosmos. Creen que el instrumento digital podría reorganizar la sociedad suprimiendo sus molestas disfunciones. Pero antes necesitan eliminar ‘esa fábula’ de que somos seres a imagen de Dios, esa religión por la que algunos propagan con el ejemplo que la verdadera vida está después y que se alcanza amando. Esto lo han abordado empleando la persuasión y la violencia; a los ‘prácticos’ se les ‘hace ver cómo va a mejorar su vida’, y a los ‘espirituales’ se les persigue, abiertamente allí donde se puede, y con métodos muy sofisticados en esta parte del planeta (y cuanto más se implante lo digital, más fácil resultará hacerles daño sin que se vea).  
Pero ¿de qué nos va a servir ‘alucinar’ un poco con la ciencia? ¿nos quitará la tristeza de ‘saber’ que todo es caduco? Pues ¡atención! porque para que nada eclipse el resplandor de la nueva era, ya están circulando por las redes prodigios y señales que nos harán pensar que estamos entrando en una nueva vida –¿la verdadera tal vez? - que antes se nos ocultaba con el velo de una religión para ignorantes. Y con el entusiasmo de la masa y la amenaza latente al libre pensamiento, otra vez caeremos en el auto-engaño.
La novedad entrante durará lo que cualquier juguete que se estrena, o sea, muy poco. Enseguida dejará paso a un hastío y una soledad mortales. Desaparecerá la novedad y quedará la Norma; un corsé de hierro para amarrar fuertemente el negocio de unos pocos.
Pero esa afrenta, que es la de Caín, harto repetida en la historia, ha sido reparada de una vez para siempre en Jesucristo. Él, en una oración que le brotó del alma, nos dijo: “Gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y se las has revelado a los sencillos… Venid a mí todos los que estáis agobiados y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí que soy manso… y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.”
Y San Pablo, un criminal antes de convertirse, escribió acerca de ‘la novedad’ a los cristianos del mundo pagano, lo siguiente: “El que es de Cristo es una criatura nueva; lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado”. Porque Jesucristo, entregando libremente su vida por amor, había hecho nuevas todas las cosas… y el Padre, aprobando su sacrificio, había devuelto a la creación el don de la incorruptibilidad.



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