COVID Y GOLIAT

No hay enemigo pequeño, ni gigante invencible. Dios todo lo puede.

Ver al jeque de Baréin escoltado por su imponente robot, me recordó el pasaje bíblico de David y Goliat.
Los que tememos a Dios nos enfrentamos también a menudo, con medios ridículos como David, a enemigos mucho más poderosos que nosotros. “¿Vienes a mí con piedras, como contra un perro?”, bramó el gigante Goliat. Y David le contestó: “Tú, arrogante, confías en tus fuerzas humanas mientras que yo vengo a ti en el nombre del Señor”. Y lanzando una piedra con su honda y la fuerza de Dios, sucedió el milagro: alcanzó al titán en la frente, derribándole; y con la propia espada del malvado, que era toda su seguridad, le remató cortándole la cabeza.
En ese pasaje, el ejército filisteo es figura de los hombres que no temen a Dios; convencido de que su gigante no encontraría rival entre las filas israelitas, su jefe había propuesto evitar el choque haciendo que un guerrero de cada bando luchara en duelo para dirimir la batalla. Esa misma estrategia, aunque con otras formas, sigue vigente hoy en día. Los impíos confían en el poder del dinero, en el alcance de sus mentiras y en el miedo que provoca su violencia. El enemigo nos tienta a comparar nuestras fuerzas con las suyas, con lo que espera asustarnos y que renunciemos a pelear. Es astuto y gana batallas, antes de librarlas, a los incautos que se creen poderosos. No puede, en cambio, con los humildes y sencillos, con aquellos que se saben débiles pero muy amados por Dios. Y esto es clave: si rezamos y nos mantenemos firmes en la fe y unidos a la Iglesia, somos invencibles.
Permitió Dios que España corriera en el S XX una suerte distinta al resto de Europa, de modo que se preservara aquí durante cuatro décadas un modo de vida más acorde con el Evangelio. Vino después el desmadre que nos hicieron llamar modernidad, durante otros cuarenta años. Y a pesar de que en este tiempo se emplearon a fondo los impíos para arrancar las raíces cristianas de nuestro país, no lo consiguieron del todo, y siguen verdeando brotes en ese tronco secular, tan azotado por los vientos.
Resulta esto tan intolerable para los que no soportan la presencia de Jesucristo en la historia, que todos los sucesos recientes traslucen la intención cainita de quitar del medio a quienes hagan visible a Cristo entre nosotros.
La opresión mediante el hambre y la siembra de patógenos se está cebando ahora con España, después de años de habernos minado la moral, dividirnos y arruinarnos a través de la degenerada política europea.
El que haya seguido los acontecimientos sociopolíticos del último decenio, habrá observado con inquietud la creciente confusión que lo envuelve todo; y ya sabemos que eso indica la presencia de gente sin escrúpulos que busca el provecho propio. De España buscan expropiárnosla, pues a pesar de lo que se diga de ella, hay aquí más democracia verdadera que en las llamadas democracias avanzadas. Porque la condición para que un régimen sea participado por la ciudadanía es que se respeten los principios de orden que se fundamentan en la verdad original, en la llamada ley natural; y el ejemplo más claro de esto es el carácter sagrado de la vida, que vertebra todos los demás derechos. Es del dominio público que, en Francia, o en los Países Bajos, por ejemplo, la vida tiene desde hace tiempo menos valor que en España, y que te la pueden quitar más fácilmente. 
Y de los limos de la confusión han venido los lodos en que ahora estamos trabados. Este impresionante barrizal que lo envuelve todo empezó siendo una inmundicia más de las que a diario nos echaban encima los medios. La escandalosa mendacidad de éstos ya nos venía avisando de que la barbarie estaba a la puerta. Y el fenómeno covid, básicamente, es la irrupción violenta en la historia de un nuevo poder totalitario, el de las TIC. La llamada pandemia es cosa suya, un invento creado y gestionado por ellos, el estreno de un arma letal sin precedentes, con el que sus dueños sueñan con conquistar el mundo.
Si los medios dicen que en EEUU hay cinco millones de contagiados nadie lo puede negar. Y si al día siguiente nos dicen que está todo bajo control lo tenemos que aceptar de la misma manera. Y esto es lo que estamos viviendo, una orfandad de verdad sin precedentes que no hay por dónde cogerla; un culebrón, una serpiente escurridiza donde las haya, ante la cual, o nos hundimos en la depresión o nos ponemos una venda en los ojos para dar por bueno todo lo que nos vayan diciendo y así no sufrir más.
Obviamente, el panorama es desalentador, y sobre todo para España. Porque cada vez se perfila con más claridad que la única salida que nos quieren dejar es la de renunciar a nuestra identidad, a toda aspiración de vida elevada, de verdad, de libertad. Nos han puesto un lazo al cuello y nos amenazan con estrangularnos si no renunciamos a nuestra vida interior, a nuestra conciencia, a nuestra fe.
El que es deshonesto se castiga a sí mismo porque las veinticuatro horas del día le dice su voz interior que es un sinvergüenza. Y este hecho, aún siendo determinante para nuestro bienestar, se intenta esconder por todos los medios. Pero la voz de la conciencia no se puede silenciar, y aunque estemos ‘distraídos’ la mayor parte del día con el móvil, la tele, la radio, el fútbol, o lo que sea, la conciencia no para de hablarnos. Y a la vuelta de los años comprobamos que la historia de lo que se coció en nuestra conciencia ha quedado escrita en nuestro rostro.
Por poner un ejemplo, un día se suicida alguien y la gente se asombra porque parecía una persona normal; entonces se suele decir que es que estaba enfermo. Y con eso se zanja el asunto para la mayoría; aunque no para los deudos que formaron parte de la historia del difunto, los cuales se ven de pronto obligados a renegociar con sus conciencias los temas que tuvieron en común con él.  
Ahora mismo, mientras estaba escribiendo esto a la puerta de mi casa, disfrutando de la tarde serena, se paró ante mí un vecino y me dijo que me iba a volver loco por pensar tanto ‘en política’. Yo le dije que cada uno tenemos una ‘especialidad’ y que, en mi caso, aunque de profesión soy maestro, he tenido siempre una inclinación hacia lo sociológico. Y le dije también que en muchas ocasiones escribo por responsabilidad moral.
En realidad, ese vecino me estaba aconsejando eso de “si quieres ser feliz como me dices, muchacho, no analices”, lo cual es la respuesta habitual a los problemas de la vida que, de puro grandes, nos desbordan. Y por eso en todos los tiempos hay muchos agentes sociales animando a vivir desenfadadamente.
Leer novelas de caballerías, ‘que dejaron seco el cerebro del Quijote’, es un ejemplo de un modo de vivir dejándose arrastrar por esa corriente tan vieja como el hombre que anima a disfrutar de lo presente sin pensar en el mañana. Novelas de amoríos, de pendencias, de superhombres… han sido siempre del agrado de las gentes, ávidas de emociones, proezas y grandes ideales. Cambian las formas con el tiempo, pero no el fondo, que es hacer vibrar a las personas haciéndoles concebir vanas ilusiones sobre su propia vida.
Siempre han sido bien vistos los promotores de esta filosofía mundana y siempre han encontrado resistencia quienes por el contrario buscaban elevar el espíritu del pueblo.
‘Ayer fuimos la semilla y hoy somos esta vida’, dice una canción. Y otra dice “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Y sí, cada uno somos una estela en el mar, y podemos meter la pata o acertar, pero en cualquier caso hemos nacido para intervenir en el gran concierto de la creación.
Una pregunta marcó mi primer paso hacia la vida adulta. Yo tenía 15 años y vinieron unos universitarios cristianos a dar una charla al instituto; no sé qué dijeron, pero motivaron que yo les preguntara: “¿Se puede ser cristiano y comunista? Al día siguiente conocí a unas chicas de su movimiento y el fin de semana ya entré en el local donde se reunían.
Ahora sé que estaban bastante despistados aquellos mozos ‘tan preparados’, y su vida rápidamente se distanció del evangelio y se acercó a un liderazgo comunista al uso. En todo caso, su anuncio fue importante para mí, porque hasta entonces estaba yo moviéndome con una pandilla sin pizca de ideales, mundana del todo: guatequillos, discotecas, vinoteo y ligoteo.
A partir de aquel encuentro empecé a preocuparme por los temas sociales, por la política y la ética. Pero comoquiera que tuve algunas experiencias tempranas reveladoras de ‘la bajeza que mueve los más altos ideales’, me dejé ganar por la búsqueda de experiencias placenteras antes que por la búsqueda de la justicia social.
Eran tiempos en los que se ofertaban cargos de responsabilidad para llenar las nuevas instancias de poder venidas con la democracia. Muchos conocidos míos llegaron a puestos altos, del brazo de camaradas revestidos de paladines de la cruzada de modernización de España. Años después me los encontraría cargando con un desencanto vital que daba lástima verles.
Esa lastimosa trayectoria se repite incesantemente a lo largo de la historia. Los jóvenes buscan un ideal, y después de un tiempo creen haberlo encontrado en alguna de las múltiples ofertas que les salen al paso. Tras dedicarle a ese proyecto lo mejor de sus energías siguen encontrándose vacíos, y vuelven a empezar la búsqueda, en una dolorosa espiral en la que si no se topan con Dios pueden perder su vida e incluso su alma.
Hoy nos ofrecen los gurús modernos un panorama sugerente en el que vale la pena arriesgar; un proyecto deslumbrador para el futuro, en el que los más atrevidos sueños de ficción pueden hacerse realidad. Muchos jóvenes se dejarán convencer por esta flamante quimera, y la historia se volverá a repetir, si Dios no lo remedia.
En el pasado, muchas de estas aventuras pasaron por matanzas terribles, a remolque de las ambiciones desmedidas de monarcas e iluminados de muy distinto pelaje; y en el momento presente, todo hace pensar que estamos ante el lanzamiento mundial del sueño de alguno de estos individuos endiosados que, por llenar su pobre corazón engreído, son capaces de embarcarnos a todos en una pesadilla cruenta como no ha habido otra ni la habrá jamás.
Ante este escenario, queda como única solución que cada cual tome su canto y su honda y se enfrente al gigante con la fuerza de Dios.


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