ARDE MADRID



Ancha es la vía que lleva a la perdición...

Muchos hemos estado, y vamos a estar en el futuro, al borde del desastre; pero esto es sólo apariencia. En realidad, nada sucede –y lo hemos oído muchas veces- sin que Dios lo permita. 

Es verdad que el momento actual es acuciante, que vemos que el barco –la sociedad que hemos heredado- tiene vías de agua y se va hundiendo rápidamente, pero siendo real esa percepción, la conclusión de que esto terminará en “siniestro total” no es acertada. Lo verdaderamente cierto es que viajamos en un medio muy seguro y que el viaje terminará bien.

El instinto  de supervivencia nos impulsa a tomar decisiones que nos ‘sacan del bache’; pero la seguridad total se obtiene sólo por la fe. Por eso muchos filósofos han llegado a exasperarse con Dios, porque su razón tiene un límite, más allá del cual no les es posible aportar soluciones a los problemas del mundo. Y los que se empeñan en no aceptarlo se equivocan, contabilizándose no pocas veces su error en millones de muertos.

Estamos inmersos en uno de esos errores monstruosos. A alguien se le ha metido en la cabeza que ahora sí que es ‘la buena’ para la emancipación definitiva de Dios, pero a diferencia de intentos anteriores, éste se caracteriza por no parecer un plan, y por no tener la mínima relación con que ‘Dios molesta’. Aparentemente, a la Iglesia se la trata como una asociación humana más… ‘tan solo’ se reduce el aforo de los templos… No parece para nada que la cosa vaya con ella, que esto de la salud tenga algo que ver con que el mensaje cristiano deba ser proscrito por todos los medios posibles, aunque eso sea lo que ocurre en realidad. Dios le estorba al ‘príncipe de este mundo’, el cual le hace la guerra constantemente y por todos los medios. 

El espinoso fondo del asunto covid es quién debe estar  al timón del barco, o sea, quién dicta las normas de cómo debe vivir el hombre en la Tierra. Y lo específico de este nuevo intento de sacudirse el yugo de Dios es que, confusión mediática por medio, las muertes de inocentes que están sucediendo, no pueden atribuirse directamente a nadie.  La culpa está repartida en cuotas pequeñísimas, de modo que no se percibe que haya un culpable del desastre, y ni siquiera que haya un desastre en absoluto. Al modo de un perverso y colosal crowd-funding, este crimen de lesa humanidad no tiene agentes que puedan ser sentados en el banquillo. 

Pero a propósito de este contexto, conviene decir que la forma final de la nueva normalidad consistiría en la desaparición de toda estabilidad, en la quimera de una sociedad desbocada, con ‘el cambio’ en el pescante. En el contexto de este nuevo ‘nomadismo’, cualquier atisbo de ‘cultivo-cultura-raíces’, se arrancaría inmediatamente y se echaría al fuego que arde en honor del ídolo Dondín. El proyecto acabado de esta quimera supondría el triunfo de la desolación: los individuos quedarían reducidos a sus instintos básicos, consistiendo sus aspiraciones sociales en escalar posiciones a costa de lo que sea. 

Como decía, este desastre imaginado no sería posible atribuírselo a nadie en particular. Nos iría viniendo como una marea, lentamente y sin darnos cuenta, en un largo proceso de degradación de la convivencia.


Y cambiando un poco de tema, ayer conocí en el autobús a Madrid a una profesora de antropología que anhelaba volver a su hogar en la jungla africana, donde había encontrado una vida mejor que la de aquí. Ensalzaba el sentido comunitario de los indígenas y el contacto con la naturaleza virgen. Otro viajero, un hombre con problemas de visión que luego se mostró muy servicial conmigo, me oyó comentar que la gente está muy fatigada y con muchas preocupaciones e intervino diciendo que lo que estaba la gente era enojada y harta por la situación que estamos viviendo.

El enojo es ciertamente un asiduo visitante en estos tiempos, uno al que conviene no dejar entrar en nuestras vidas. Viene solo a alborotarnos, a quitarnos la paz y a deprimirnos. Parece que lo trae la razón a nuestra vida, pero como decía al principio, la razón sola no basta para atinar en la vida.


Aprobé las oposiciones con 24 años. Mi primer trabajo era por las tardes, así que muchos días cogía el coche temprano y me iba a esquiar, con las pistas solas para mí. Los fines de semana empezaban con ‘la cenita’ de los viernes, las copas, la disco y demás… el sábado otra vez la juerguita y si no, irse a dormir un poco antes para poder ir el domingo a esquiar; o, salir en primavera con el grupo de montaña de la Universidad. 

Con un montón de horas de luz por delante, nos subíamos al autobús bien temprano. Cangas de Onís era para muchos montañeros la ‘base’; allí nos esperaba el mercadillo gastronómico en los soportales y el excelente desayuno en El Colmado. Llegando a Los Picos de Europa por el desfiladero de Los Beyos, nada más bajarnos del bus el cielo y el aire nos informaban sobre qué prendas y cosas íbamos a necesitar. Después de la ruta, al caer la tarde, otra parada en alguna aldea o merendero deleitosos, para disfrutar de las últimas viandas compartidas y afianzar las amistades hechas durante la jornada. Volvíamos felices, sanos y con las pilas cargadas para toda la semana.

En las vacaciones de Navidad o Semana Santa o en los puentes largos, me iba a esquiar con amigos a estaciones cool: Avoriaz, Baqueira, Val-d’Isère… Y en verano, tres semanitas en anglolandia: UK, Centroeuropa o Europa del Este, practicando inglés con gente guay y abriendo la mente. 

El tiempo pasaba amablemente,  y en uno de aquellos viajes en grupo conocí a una chica de película y empezamos a salir. Hacíamos lo que todos los de nuestra edad, hasta que… todavía duele recordarlo. El caso es que, con equivocaciones o no, dejé atrás aquella etapa y a los tres años empecé una nueva relación.  Pero los taitantos no son los veinte y tras unos meses nos planteamos casarnos. Fue muy hermoso, ¡pero qué poco duró! Jamás pensé que se podía sufrir tanto… Mi suegra y mis cuñados entrando a saco en nuestra vida… antes de que me pudiera dar cuenta yo era un esclavo en mi propia casa. ¿Qué podía hacer? El recuerdo de mis sufrimientos y de mis errores pasados me acongojaba, era incapaz de encontrar una salida y poco a poco fui cayendo en una depresión. Hay que vivirlo para saber lo que es.

Empezó entonces un rosario de penurias: los tratamiento,  las recaídas, los temores… Gracias a Dios encontré a un sicólogo con sentido común que me sacó a flote. Y estaba empezando a respirar de nuevo cuando se murió de repente mi suegra y se hundió mi esposa en la miseria.  Aquel año de duelo, con el matrimonio tambaleándose y teniendo que guardar las apariencias,  fue terrible.

Me he arrancado con este relato aparentemente autobiográfico para explicarme mejor. Siendo una ficción, sirve bastante bien para ilustrar la realidad.

En medio de mil ocupaciones materiales, la gente vive dramas que no tienen nada que ver con esos tejemanejes en que se nos pasa la vida. 

Quieras o no, ocúltense o no, existen el Alma y la conciencia, y sus movimientos son lo que de verdad marca nuestra vida. Del corazón brota la tristeza o la alegría y es necedad ignorarlo. 

Es una pena que sean tan poquitos los que se batan el cobre para dar a conocer estas cosas, para decirle al mundo que puede vivir tranquilo,  que  contando con Dios su alma está a salvo, y que si le vienen pruebas obtendrá de Dios la fuerza necesaria para superarlas. 

Sabemos por otros momentos de la historia que olvidar esta realidad espiritual de las personas trae consigo muchas muertes, que el dueño de la creación permite que arda el mundo para purificarlo de las obras muertas, para hacerle mirar al único que nos puede salvar. 

Y por cierto, las llamas ya están cercando  Madrid…


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