GUERRA DE ALMAS

La esperanza en la Cruz: ancla del alma

                                                
  

Ley Orgánica del Estado de Alarma de 1981 / Artículo séptimo:

A los efectos del estado de alarma la Autoridad competente será el Gobierno o, por delegación de éste, el Presidente de la Comunidad Autónoma cuando la declaración afecte exclusivamente a todo o parte del territorio de una Comunidad.”

El Real Decreto de Alarma, de octubre del año pasado, fija que tenemos veinte –y no una- Autoridades Competentes, lo cual supone la abolición de facto de la legalidad vigente, porque la norma transgresora fue presentada por el Ejecutivo, aprobada por Las Cortes, avalada por el Poder Judicial y firmada por el Rey; y habiendo sido bendecida también por el cuarto poder, que silenció su ilegalidad, tan sólo falta que el pueblo español la ratifique, lo cual sucederá si tienen lugar las elecciones del 4 de mayo con normalidad.

Por lo que vamos viendo, está claro que la Disolución de la Asamblea de Madrid -que supone privar a un país en estado de excepción de uno de sus pilares- no fue cosa de una joven atrevida, sino un movimiento bien pensado de una élite para sacar adelante el plan covid, atascado como el carguero en un paso angosto; y de resultas de ese brutal ataque al Sistema Jurídico Nacional no cabe pensar en un país más fuerte, con un gobierno más orientado, sino en un país aún más vulnerable a los intereses de egoístas fuerzas exteriores. De hecho, ya hace tiempo que las elecciones de los países modernos tienen lugar solamente para situar mejor a Dondí. No ofrecen ninguna posibilidad de mejora social; son manipuladas antes, durante y después; en primer lugar arrasa el país una avenida de noticias confusas y contradictorias, y finalmente, una vez que pasa todo, queda el país más pobre que antes.

El mal es un gran misterio, y la suplantación totalitaria que estamos viviendo forma parte de él. Para llegar a este punto han sido incontables los ‘síes’ individuales a la impostura, pero interrelacionados con un ‘sí’ colectivo - ése que queda manifiesto en el silencio social ante los atropellos institucionales. La democracia es ya cosa del pasado, puesto que los máximos poderes se saltan impunemente la Constitución y no pasa nada. Los tres ‘poderes’ se han desvirtuado, vaciándose de contenido, y en la actualidad son muñecos en manos de un director cuya intención es perpetuarse a sí mismo en el poder. A ese fin responde toda la jerigonza de nuevos tiempos y nuevas… vainas. Pero como el afianzamiento para siempre en el poder no es posible, porque Dios mismo ya se lo ha concedido al Hijo de David, los movimientos del siniestro director buscan desbancar al Rey Eterno desprestigiando el Derecho Natural que dimana de su reinado, ese código del Bien y el Mal inscrito en nuestras conciencias con la sangre del mismo Dios. Son palabras mayores, ciertamente, pero son verdad. A ese director no le basta únicamente mandar en las políticas mundiales, sino que quiere ser su Autor; no le basta la potestas sino que quiere la Auctoritas, ambiciona el poder moral.

Para ese fin ha echado el lazo covid al cuello de los pueblos del mundo, lo sujeta con fuerza, y lo aprieta cada vez que ve oportuno adelantar su plan o refrenar las protestas. Su estrategia es inocular miedo y hacerse pasar por salvador. Ya ha hecho correr ríos de sangre y nuestra civilización agoniza anegada en un mar de sufrimiento.

En proporción al desquiciado fin que persigue, la calamidad covid no va a ser menos cruenta y dolorosa que las peores que la historia ha conocido; y no querer verlo no ayuda en nada. Lo que aquí se cuece es la suplantación de Dios, y por más que sea imposible, se va a saldar con millones de muertos y con atroces padecimientos. Es verdad que el covid es diferente a otras lacras, como las guerras mundiales por ejemplo, pero no más llevadero. Gran parte del dolor que nos va a causar esta desgracia va a ser dolor no físico: moral, espiritual, síquico (angustia, ansiedad, fobias...) pero dolor al fin y al cabo. Dolor que también es un misterio, que entra de pronto en nuestra vida sin que podamos evitarlo ni predecirlo ni explicarlo, y que cada cual vive como puede, y en el mejor de los casos, como Dios le da a entender. 

Una característica singular de este último empeño en sacudirse el yugo de Dios, en cambiar su ley inmutable que constituye la base de nuestra civilización, es que todo debe parecer seguir siendo como siempre aún después de haber sido cambiado de raíz. Y esto no se podrá hacer sin un desgarramiento interior muy doloroso; y con acervos ataques a los que se atrevan a llamar a las cosas por su nombre.

Eso sucederá así porque la guerra en que estamos inmersos es una guerra de almas. Desde su comienzo han empezado las luchas interiores para todo el mundo. Nuestras seguridades han quedado expuestas a la carcoma de la duda. De la noche a la mañana, los unos nos hemos visto obligados a creer a pies juntillas a un gobierno del que justo antes del problema abominábamos, y los otros se han visto obligados a justificar las contradicciones y los abusos flagrantes de ese gobierno en que hasta entonces se complacían.

Lo peor, no obstante, no nos viene de nuestras opiniones sobre lo que está pasando. Lo peor es que, en un momento u otro, todo el mundo va a sentir en su interior la punzada amenazante de la duda, que llegará a ser paralizante cuando el infortunio nos toque de cerca y sintamos su esencia anti-natural.

Por ejemplo, algo que ya es bastante común, que en un abrir y cerrar de ojos se te muera un ser querido y tú no comprendas cómo ni por qué, ni hayas podido estar con él en sus últimos momentos, ni hayas podido hacerle un entierro digno, o qué sé yo qué desgracias más… si vives eso, por más que le pongas buena fe al asunto, te enfrentarás a preguntas mordientes de tu conciencia, y si en vez de respuestas lo que le das son silencios e inhibiciones, te expondrás a ser presa del desánimo. Y el desánimo, como cualquier dolor, es una privación de plenitud que hace sufrir; y que si llega a hacerse crónico conlleva una vida degradante.

Ante esa realidad de la duda, que tarde o temprano se nos presentará a todos, seremos urgidos a dar una respuesta de auto-engaño extrema. De muy diversas maneras -aunque todas catalizadas por el miedo- en el covid se nos va a ir empujando a decir en nuestro fuero interno: “Bueno… al fin y al cabo, ¿para qué me como tanto la cabeza si yo no voy a salvar al mundo?” Es decir, en la llamada nueva normalidad se nos exigirá vivir como extraños en nuestro propio ser, negando lo que somos, a saber: existencias amantes con vocación de eternidad. (Una vez que el “yo” viene a la vida, es para siempre; en tanto ha nacido y “dice ‘yo’”, está declarando con ello su vocación de vida eterna; la materia de la que está hecho ese “yo” se estremece con tan solo contemplar la posibilidad de su aniquilamiento.)

En esta guerra que nos ha tocado combatir, lo que está en juego son nuestras almas. Los ataques del enemigo van dirigidos a hacernos capitular de nuestros principios; si se te muere un ser querido y tu conciencia no está tranquila por las cosas que has visto, serás apremiado a negar tu conciencia. Ante ti se presentarán la locura y la cordura, la primera oscura y vestida de harapos y la segunda con muchos invitados en una rica mesa de manteles blancos; y se te obligará a tomar una decisión dramática: el alma o el cuerpo; niego mis dudas, silencio mi conciencia o... Pero si optas por tu cuerpo pierdes el alma… Esta es la insidiosa naturaleza de los tiempos del covid, tiempos tal vez para meter la hoz.

Cómo ha podido darse la suplantación generalizada de las instituciones españolas es un misterio; pero comprenderlo es ahora mismo menos importante que afrontar esta realidad. Y para este fin, empeñarse en negar el dramatismo de este momento histórico es dar coces contra nuestro propio aguijón: no podemos arrancar de nosotros la conciencia, el conocimiento de lo que está bien y de lo que está mal, eso es una batalla perdida. Entonces ¿qué se puede hacer?

La salida no está en nuestros razonamientos; más bien han sido éstos los que nos han traído a este lugar ‘sin salida’. Los modernos gobiernos dirigen sus políticas a nuestros cuerpos, exigen ser dueños absolutos de ellos -decidir lo que pueden y lo que no pueden hacer- a cambio de garantizarnos su cuidado, a cambio de proporcionarnos los placeres sensibles que, se supone, nos hacen gozar de una vida digna. Pero ¿merece la pena salvar los cuerpos, para vivir 70 u 80 años, y perder el alma para la eternidad? ¿Puede alguien asegurar que no existe vida después de la muerte? No, y sin embargo hay muchos que aseguran lo contrario, y firman su testimonio con su propia sangre…

Es radicalmente falso que uno pueda tener una vida plena, sentirse realizado, por la vía de sacrificar el alma. Eso no existe, es la mayor barbaridad que se puede decir; no se puede extirpar el alma como si de un órgano más se tratara; matar el alma es matar a la persona, es matar… todo, es el fin del ser.

Pero ese suicidio colectivo no llegará a suceder; por los mismos testimonios que nos permiten creer que hay vida inmortal, sabemos también que la aniquilación total del ser no va a acontecer, que la vida triunfará sobre la muerte. Y sabiendo que la muerte no tiene la última palabra, los alistados bajo la bandera blanca cobran valor para esta guerra, despreciando la amenaza del sufrimiento por la seguridad de que su vida está a salvo. Su esperanza en medio del dolor es el ancla de sus almas.

Con este equipo de batalla estaremos listos para adentrarnos en territorio enemigo, un campo minado de mentiras, traiciones y violencias. Pero pertrechados con las armas de la luz podremos distinguir de lejos las asechanzas del maligno y avanzar seguros hacia el objetivo que anhelamos: la salvación de nuestras almas para la vida eterna y la resurrección de nuestros cuerpos mortales. En unos días celebraremos que uno de los nuestros ya lo ha conseguido y nos ha dejado abierto el camino del éxito final.

 

Díaz & Suez: Ni quito ni pongo rey, sólo Ayuso a mi señor... cambiando “Su.estrech.ez” por “Su.ánch.ez”
 






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