MI PRIMO ALEJANDRO


Alejandro fue arrancado de la tierra de los vivos lleno de vida...


Ya hemos enterrado a Alejandro, al lado de sus padres y de los míos. Crecimos juntos, como hermanos, compartiendo penas y alegrías, y se nos fue en un mes, con 61 años y lleno de ganas de vivir. Nos tenía acostumbrados a grandes sacudidas emocionales y su muerte fue la última de ellas. Se fue estrujándonos el corazón, dándonos un abrazo estrechísimo, colmadísimo, a la medida, por fin, de esas ansias de amor suyas que en vida le hicieron padecer tanto. Ahora puedo ver con claridad quién era esa persona que Dios me puso tan cerca, tanto tanto, que llegué a confundir su anhelo de amor con torpe egoísmo.

Insaciable buscador de la verdad y la justicia, rendido admirador de la belleza; declarado defensor del culto reverente a la bondad, desfacedor nato de entuertos, Sanchijote por los cuatro costados.
Venía a ti como vienen las olas del Mar Cantábrico, directas e impetuosas las más de las veces, tremendamente alzadas otras y, en el mejor de los casos, apaciguadas y amigables. Olas inquietas de un mar ancho y dilatado, con rumor de espumas, fuerte olor a sal y ansias de abrazar la tierra.
Agotado de buscar amor, murió; no viéndose correspondido, emigró; faltándole el amor, como al que le falta el aire, se fue en su busca.
Yo comprendo que se nos haya ido y me alegro por él, pues estoy seguro de que ahora está mejor.
Han pasado dos años desde su muerte y en este tiempo han sido muchas las veces que he recordado su última imagen, ya sin vida. Ningún muerto me había impactado tanto como mi primo. Tan fuerte era su presencia en mi alma que al ver su cuerpo sin vida, como si no fuera posible, me fui directo a él y le di un beso. La víspera de su muerte, el día de la Anunciación, le recordé la dicha que nos había venido por el fiat de María, la nueva Eva, y le animé a dar el suyo. Veinte años atrás había hecho algo parecido con su padre leyéndole el Génesis mientras esperaba a la muerte, por parecerme que en el principio de la Palabra Revelada podía encontrar su alma, también ávida de verdad -como todas-, más sustancia que en otros pasajes de la Biblia.
En aquel doloroso trance del repentino deterioro de Alejandro, cuando de sus acciones ya no se podía deducir su grado de consciencia, me di cuenta de que su alma estaba avezada en el discernimiento de espíritus, por lo que no me cabe ninguna duda de que está en vías de salvación.
Nos dejó Alejandro a su muerte un gran vacío y por ese efecto pudimos calibrar mucho mejor hasta qué punto era un alma grande y una excelente persona. 
El amianto de los Altos Hornos causó la muerte fulminante de Alejandro. La probabilidad de que un varón de 61 años, no fumador, enferme de cáncer de pulmón y se muera en un mes son mínimas, pero se disparan si en su trabajo habitual inhala fibras de amianto. 
El Servicio de Prevención y Riesgos Laborales, que me tiene a mí apartado de las aulas  desde hace más de tres años sin motivo, permitió que mi primo estuviera respirando veneno durante mucho más tiempo. A mi quisieran quitarme de en medio, a él lo quitaron sin proponérselo.
El afán de lucro que no repara en las personas mató a mi primo Alejandro. Y, sin embargo, él nos dejó un ejemplo de generosidad. Si la crónica de su muerte estuviera escrita por él no encontraríamos en ella ningún rencor, aunque, eso sí, contaría alto y claro lo sucedido
y pediría justicia. Descanse en paz.

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